En Prospectiva - Revista científica arbitrada| Universidad Yacambú | ISSN: 2959-3425
En Prospectiva - Revista científica arbitrada| Universidad Yacambú

Vol. 2 N° 1

Enero - Junio 2021

Breve recuento del auge y ocaso de la investigación científica en Venezuela

A brief account of boom and doom of scientific research in Venezuela

Jaime Requena
Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales - Caracas, Venezuela
Recibido: 01-04-2021
Aceptado: 01-06-2021

RESUMEN

Se describen y analizan las distintas etapas del desarrollo de la ciencia y la tecnología en Venezuela. Arranca con el surgimiento tardío de la Universidad colonial en Venezuela en 1721, bajo la tradición española escolástica configurando un estadio inicial, caracterizado por un significativo atraso, a pesar de la visita de viajeros naturalistas europeos entre los cuales destaca Alexander Von Humboldt. La primera etapa comienza con el decreto de la Universidad Central en 1827 por Simón Bolívar y José María Vargas que abre las puertas al ingreso al país del movimiento positivista, el cual termina por enraizarse en el mundo académico nacional hacia finales del siglo XIX. En este periodo sobresale Luis Daniel Beauperthuy con la formulación de un nuevo paradigma médico. La actividad de investigación durante la primera parte del siglo XIX es relativamente escasa hasta 1950, cuando surgen grandes proyectos con sentido de institucionalización y profesionalización de la actividad científica y técnica nacional, entre los que se deben mencionar la creación del Instituto Venezolano de Neurología e Investigaciones Cerebrales (IVNIC), las facultades de ciencias y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas. El proyecto de Francisco De Venanci para una Universidad pública, autónoma y democrática junto a la configuración de un Ethos para el investigador científico venezolano por parte de Marcel Roche desde el IVIC, sucesor del IVNIC de Humberto Fernández Morán, dieron pie al gran auge en ciencia y la técnica en Venezuela durante la segunda mitad del siglo XX, período cuando se habilitan las ciencias sociales y humanas junto a la innovación tecnológica en la industria petrolera. Todo ello quedando al servicio de la colectividad mediante la popularización de innovativos mecanismos de divulgación de la ciencia. Lamentablemente, en el siglo XXI, esos grandes logros se han venido a menos como resultado de quiméricas acciones políticas que han llevado a la actividad de ciencia y tecnología a su ocaso.

Palabras clave:
historia de la ciencia y la tecnología en Venezuela, investigación científica en Venezuela, historia de la ciencia, ethos del investigador

ABSTRACT

The different stages of the development of science and technology in Venezuela are described and analyzed. It starts with the late emergence of the colonial University in Venezuela in 1721, under the Spanish scholastic tradition, configuring an initial stage, characterized by a significant backwardness, despite the visit of European naturalist travelers, among which Alexander von Humboldt stands out. The first stage begins with the decree of the Central University in 1827 by Simón Bolívar and José María Vargas that opens the doors to the entry into the country of the positivist movement, which ends up taking root in the national academic world towards the end of the 19th century. In this period, Luis Daniel Beauperthuy stands out with the formulation of a new medical paradigm. Research activity during the first part of the 19th century was relatively scarce until 1950, when large projects emerged with a sense of institutionalization and professionalization of national scientific and technical activity, among which the creation of the Venezuelan Institute of Neurology and Research should be mentioned (IVNIC), the Faculties of Science and the National Council for Scientific and Technological Research (CONICIT). Francisco De Venanci's project for a public, autonomous, and democratic university together with the configuration of an Ethos for the Venezuelan scientific researcher by Marcel Roche from the IVIC, successor to Humberto Fernández Morán's IVNIC, gave rise to the great boom in science and technology in Venezuela during the second half of the 20th century, a period when the social and human sciences were enabled along with technological innovation in the oil industry. All this remaining at the service of the community through the popularization of innovative mechanisms for the dissemination of science. Sadly, in the 21st century, those great achievements have fallen short because of chimerical political actions that have led to science and technology activity in its decline.

Keywords:
history of science and technology in Venezuela, scientific research in Venezuela, history of science, ethos of the researcher

PREÁMBULO

La ciencia y la técnica son actividades de alto nivel intelectual. Ellas responden a una concepción de la vida —de lo natural y de lo social— que surge como resultado de observación, análisis, estudio, indagación, investigación o experimentación. Estas dos últimas acciones —enmarcadas dentro de lo racional—, han sido universalmente aceptadas como las formas más idóneas de aprehender la realidad, que termina siendo aquello que definimos como ciencia una vez que los hechos se hacen del conocimiento público a través de apropiados mecanismos de divulgación. En ese orden de ideas, la ciencia es una actividad eminentemente creativa, íntimamente ligada a la educación y a los procesos de formación profesional y, por ende, al entorno social.

En nuestro ámbito, la América hispánica, el coloniaje practicado por la Corona española trajo como marca de nacimiento el catolicismo, que fue impuesto a sangre y fuego. Junto con esta religión se impuso el pensamiento escolástico y terminó constituyéndose como uno de los rasgos fundamentales de la identidad del hispanoamericano. Desde la llegada de los conquistadores en el año 1492, hasta después de las guerras de independencia —en las primeras décadas del siglo XIX—, el predominio del modo de pensar y vivir impuesto por la impronta escolástica selló el rumbo de los quehaceres en ciencia o técnica en la región y, muy probablemente, tuvo mucho que ver con que los logros de los científicos hispanoamericanos de esa época no fueran muchos ni muy significativos (Roche, 1976).

Durante los dos primeros siglos del coloniaje, la formación de los criollos venezolanos dependió de un peregrinaje a la madre patria y, en menor escala, a otras latitudes donde unos pocos pudieron apreciar las bondades de otras formas de ver las cosas. Es apenas en el año de 1673 cuando se funda el Colegio Seminario de Caracas o Colegio Santa Rosa. Cincuenta años más tarde —hacia finales del año 1721—, el rey Felipe V crea la Universidad Real de Caracas, regida por los estatutos de la Universidad de Santo Domingo y elevada, un año más tarde, a la categoría de Real y Pontificia por la Bula Apostólica de Inocencio XIII.

La Universidad de Caracas comienza impartiendo clases en latín de Teología, Filosofía y Derecho. En el año 1763, se constituye en ella una Cátedra Prima de Medicina que llegará a ser el crisol de los científicos del país en las décadas siguientes (Archila, 1966). Su primer regente fue Lorenzo Campins y Ballester (1726-1785), quien la llevó a la condición de Protomedicato en el año 1780. En relación con las otras disciplinas del saber, allí se dictaba el Trienio Filosófico para optar por el título de Bachiller. En el año 1788, Baltasar de los Reyes Marrero (1752-1809) comienza a enseñar las primeras nociones de física y matemática, asignaturas reservadas para la enseñanza de los ingenieros reales y los oficiales del ejército español destacados en la Capitanía General de Venezuela (Freites, 2002).

Años de silencio

Conviene iniciar el breve recorrido por la historia de la investigación científica en Venezuela de la mano de Alejandro de Humboldt (1769-1859), quien recopila y cuidadosamente documenta una serie de observaciones que revelan las maravillas naturales ―geografía, flora y fauna― de nuestro país (Humboldt, 1820), territorio que recorrió, junto a Aimé Bonpland (1773-1858), entre los años 1799 y 1800, como parte de un gran periplo por Suramérica.

El barón Humboldt comenzó su visita a Venezuela explorando la Cueva del Guácharo y poco después, en Calabozo, conoció a Don Carlos del Pozo y Sucre (1743-1813), un buen ejemplo del científico venezolano de muchas épocas, probablemente autodidacta e ingenioso, pero incapaz de transmitir sus hallazgos. Y es que, de no haber sido por su encuentro con Humboldt en el año 1800, las invenciones del criollo serían totalmente desconocidas.

En medio del agreste y solitario llano venezolano, Carlos del Pozo y Sucre decidió dar rienda suelta a su afición por la física para estudiar fenómenos eléctricos, y llegó a construir instrumentos y máquinas para su generación y medición. Humboldt se asombró al encontrar baterías, electrómetros y electróforos hechos por Del Pozo sin conocer otros instrumentos similares desarrollados en Europa, los cuales —según el mismo Humboldt— no tenían nada que envidiarle. Carlos del Pozo y Sucre constituye así el arquetipo de lo que en la hispanidad ha sido una constante: la presencia de personas consideradas como científicos o investigadores pero que no publican los resultados de sus investigaciones. Y es sabido que la investigación que no se hace del conocimiento público, para todos los efectos, ¡no existe!

En ese sentido, resulta conveniente recordar que el primer artículo científico publicado por un venezolano en una revista extranjera especializada (del que tenemos noticia) es uno de Santos Aníbal Domínici (1869-1954), publicado en el año 1893 en el Comptes Rendus des Séances de la Société de Biologie Paris junto a su tutor francés. El artículo (Gilbert y Domínici, 1893) recoge parte de la tesis doctoral en Medicina que Domínici presentó ante la Universidad de París. Otro artículo pionero es el de Juan Iturbe (1883-1962), publicado en The Journal of Tropical Medicine and Hygiene (Londres) en 1917, en el cual se describe el ciclo de vida y transmisión del Schistosoma mansoni y la participación del molusco Planorbis spp. como huésped intermediario de la bilharziosis en Venezuela (Iturbe, 1917).

Años más tarde está registrado un artículo de Vladimir Kubes (1904- ) y Francisco A. Ríos, del Laboratorio de Bacteriología Veterinaria y Parasitología del Ministerio de Agricultura y Cría, sobre “El agente causante de la encefalitis equina infecciosa en Venezuela” (“The causative agent of infectious equine encephalomyelitis in Venezuela”). Fue publicado en la revista Science en el año 1939 (Kubes y Ríos, 1939). Kubes era un veterinario checoslovaco que llegó a Venezuela desde el Ecuador en 1933, contratado por la Unión Panamericana (Freites, 1999), y Ríos, un técnico de laboratorio venezolano.

Desde entonces, y hasta el año 1950, la base de publicaciones venezolanas —BIBLIOS— registra apenas 124 trabajos en revistas extranjeras. No obstante, en total y hasta el presente —2021—, los investigadores venezolanos han publicado unos 36 mil trabajos en revistas de tal envergadura, parte de un gran total que asciende a los 75.397 artículos. Lo referido indica que hasta mediados del siglo XX la producción académica venezolana no fue abundante, mientras que sí lo ha sido a partir de 1950. Pareciera entonces que alrededor de esos años —mitad de siglo— ocurrió un quiebre cualitativo en la actitud de los venezolanos con relación a los asuntos de ciencia y técnica.

Hay quienes suponen, siguiendo a Don Miguel de Unamuno (1864-1936), que el silencio científico observado refleja los atrasos de la ciencia en Venezuela —herencia hispánica— y que en ello tuvo que ver el espíritu autoritario-ascético imbuido por el catolicismo en nuestro gentilicio; mientras que otros, seguidores de Don Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), sostienen que, entre las causas del estancamiento científico español, lo religioso no tiene mucho que ver, en tanto que existen otros factores mucho más determinantes, como el “enquistamiento intelectual de la península” (Ramón y Cajal, 1897). El silencio de nuestros investigadores ha sido también explicado en términos del número de obstáculos que en el país entorpecen la investigación; coloquialmente se dice que Olga Lagrange de Gasparini (1932-1971) calificaba a la ciencia en Venezuela como anticultural. Ella llegó a afirmar que ello se debía a la “insuficiente dedicación a la disciplina entre los que ocupan las posiciones investigativas” (Gasparini, 1969). También existe la percepción de que no se ejerce ningún tipo de presión sobre los académicos para que publiquen, al no haber reconocimiento por hacerlo o sanción por no hacerlo (Roche y Freites, 1992).

AUGE

A lo largo del siglo XIX, la ciencia se debatía entre dos concepciones: el vitalismo y el positivismo. El vitalismo era una corriente filosófica que había surgido como reacción al materialismo mecanicista que imperó durante una buena parte del siglo XVII. El vitalismo explicaba los fenómenos biológicos por la acción de las fuerzas propias de los seres vivos y no sólo por las de la materia, y llegó a predominar en la medicina europea a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX.

Hacia el final de la gesta independentista, el 22 de enero de 1827, El Libertador Simón Bolívar (1783-1830) recrea la Universidad Real y Pontificia de Caracas bajo el nombre de Universidad Central de Venezuela (UCV). Su primer Rector fue José María Vargas (1786-1854) quien, conjuntamente con El Libertador, dictó sus Estatutos Republicanos (Leal, 1963). La primera transformación de la UCV comprendió una nueva doctrina docente junto con la creación de nuevas cátedras, como las de Matemática, Física y Química, que pasaron a integrar el Trienio Filosófico. Asimismo, fue Vargas quien introdujo un conjunto de normas transformadoras de la universidad, llenas de un profundo contenido social: se elimina el latín como idioma docente y se suprimen absurdos tabúes de ingreso como exigir un color de piel apropiado o una carta de buenas costumbres.

El rector Vargas fundó también la Facultad de Medicina a partir del Protomedicato existente, y con la puesta en marcha de la Cátedra de Anatomía, inició, en el año 1825, las disecciones de cadáveres, un procedimiento sumamente novedoso para la época. Dos años después, Vargas funda la Sociedad Médica de Caracas, pionera de las reuniones científicas en el país, y se aboca a la aplicación de sus conocimientos en problemas sanitarios concretos. Y hacia el año 1832 crea la Cátedra de Cirugía.

Ese mismo año, la pandemia de cólera morbus asiática, que se había iniciado en la India en 1826, se extendió al continente americano, y sin duda una de las expresiones que revela la maestría médica de Vargas y, en especial, su vocación humanitaria, es su contribución, en ese delicado momento, a las medidas de prevención y profilaxis que el país debía asumir para enfrentar la situación.

En 1831, durante la pandemia, se discutía sobre el origen de la enfermedad, pero en general se tendía a creer que se propagaba principalmente en ambientes malsanos. No obstante, le llamaba la atención a Vargas que la enfermedad se propagaba “marchando en todas direcciones, penetrando en los países por las montañas y llanuras, según el curso de los vientos o contra ellos, sin respetar estación, localidades y ni aun siquiera climas o costumbres” (Vargas, 1833); una observación que revelaba lo atípico de esa enfermedad en cuanto a su epidemiología. Vargas observó entonces, con agudeza, que la enfermedad tenía una mayor mortalidad “…en las ciudades muy populosas y poco civilizadas de Asia y que a proporción que iba avanzando al oeste en la civilizada Europa su desoladora influencia ha sido inmensamente limitada”; para luego observar que el Cólera respetaba a personas “…con aseo y limpieza, templanza y régimen en el modo de vivir …mientras que… otras enfermedades como la viruela, la escarlatina… e influencias catarrales, indistintamente atacan a todos los habitantes” (Vargas, 1833).

Lo anterior revela la vigencia del vitalismo en la Venezuela en los comienzos del siglo XIX, aunque estaba perdiendo fuerza por cuenta de la gesta independentista que hizo disminuir la influencia hispánica en Venezuela, lo que permitió el ingreso de nuevas concepciones filosóficas al país. En ese sentido, el padre Arturo Sosa Abascal, S. J., sostiene que el pensamiento positivista se “presentó como tabla de salvación en medio de la tempestad social provocada por el rompimiento del orden colonial” (Sosa, 1985).

El positivismo

Enmarcado entre el fracaso de la Revolución Liberal del año 1848 y los inicios de la Primera Guerra Mundial en el año 1914, el mundo occidental estuvo dominado por el positivismo, una teoría nacida del empirismo y que arranca con Auguste Comte (1798-1857) y su Curso de Filosofía Positiva (1830-1842). Como corriente filosófica, sostiene que el único conocimiento válido es el que se adquiere a través del método científico. Toma como objetivo la explicación de las causas de los fenómenos mediante leyes generales únicas y de validez universal.

Durante ese tránsito entre el vitalismo y el positivismo en Venezuela, surgió entre nosotros un gran reformulador del paradigma médico imperante, el cumanés Louis Daniel Beauperthuy (1807-1871), quien postuló la transmisión insectil del virus de la fiebre amarilla y del protozoario de la malaria (o paludismo). En la Francia de los años 1827 a 1837, cuando Beauperthuy estaba terminando su formación como médico, la teoría miasmática del contagio en las enfermedades epidémicas era el paradigma médico imperante. No obstante, Beauperthuy pudo desechar los criterios adquiridos en París a medida que sus investigaciones en Cumaná le mostraron que ciertas enfermedades podían ser transmitidas por vectores animales. Ese hallazgo lo reveló mediante una comunicación a la Academia de Ciencias de París el 18 de enero de 1856 (Beauperthuy, 1856).

No obstante, todavía en el año 1877 el vitalismo seguía campante en Venezuela. Por ejemplo, el rector de la UCV, Manuel María Ponte, publica ese año en la Gaceta Científica de Venezuela una serie de artículos relativos a sus “Estudios sobre las fiebres que reinan en Venezuela” (Ponte, 1877), donde sostiene que las fiebres eran causadas por miasmas que obedecían, en su génesis, a los factores ambientales.

Y no será sino hasta el primer período de gobierno ―conocido como el Septenio (1870-1877)― de El Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), y en menor escala durante su segundo mandato —el Quinquenio (1879-1884)—, cuando el positivismo tomará cuerpo en el país. Es entonces cuando se llevan a cabo profundas transformaciones políticas, sociales y económicas que permiten tanto el florecimiento de la cultura y las ciencias como la consecución de la paz y el sosiego que tanto necesitaba la atribulada sociedad venezolana.

La consolidación del positivismo en el país contó además con el empuje que le dio un selecto grupo de intelectuales nacidos más allá de nuestras fronteras, quienes, impresionados por las maravillas del trópico, decidieron inmigrar y radicarse en Venezuela a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Adolfo Ernst (1832-1899) fue uno de ellos y probablemente quien más propulsó el ideario positivista en el entorno académico venezolano. Ernst llega al país, desde su Alemania natal, en el año 1861 y en muy poco tiempo se integra a la sociedad caraqueña, conquista el favor de las élites políticas y participa activamente en los cambios que se estaban suscitando en el país, promoviendo el desarrollo de disciplinas distintas a las médicas. En el año 1874, por ejemplo, Ernst participa activamente en la creación de las cátedras de Historia Universal y de Historia Natural en la Universidad de Caracas. Junto a Rafael Villavicencio (1832-1920), desde esas cátedras y otras tribunas, se encarga de difundir las nuevas teorías, bastiones del positivismo, como la de la evolución de Darwin o la del transformismo de Lamarck, pilares de la nueva zoología o botánica.

La obra investigativa de Ernst se caracteriza por estar dedicada enteramente al estudio de asuntos propios de Venezuela. Ella es extensa y sumamente variada. Entre las materias que abarca se destacan la botánica, la zoología y la etnología, con sus aplicaciones prácticas; aunque también derivó su atención a la geología, la geografía y la mineralogía de nuestra geografía (para una compilación, véase Bruni Celli, 1986).

Aun así, la universidad venezolana no se incorporó inmediatamente a los procesos de cambio que impulsaba el guzmancismo, sino que sólo los asumió hacia finales de siglo cuando, entre los años 1891 a 1895, se emprendió una segunda ronda de transformación. Para esa renovación conceptual fueron creadas, en la Facultad de Medicina de la UCV, nuevas cátedras y laboratorios propios de las ciencias básicas o fundamentales, y se estableció la obligatoriedad de presentar una tesis de grado a los candidatos al título de Doctor en Medicina. En la búsqueda del conocimiento científico de la enfermedad, paradigma del positivismo, entra en escena la llamada medicina científica, la cual se entiende como el esfuerzo profesional por obtener la información más acertada acerca de la causa del proceso morboso, considerando la investigación como parte esencial de ese acto médico. Esa revolucionaria concepción es promovida por grandes médicos e investigadores, como Luis Razetti (1862-1932), Santos Aníbal Domínici, Rafael Rangel (1877-1909) y José Gregorio Hernández (1864-1919).

Las tres grandes concepciones que van a orientar el pensamiento y el modus operandi médico positivista serán: una de orientación preponderantemente morfológica, la anatomoclínica; otra de orientación preponderantemente procesal, la fisiopatológica; y otra de orientación preponderantemente etiológica, la etiopatológica. Para la anatomoclínica, lo fundamental en la enfermedad es la lesión anatómica; para la fisiopatología, el desorden energético-funcional del organismo; y para la tercera, la causa externa del proceso morboso, los diversos ‘causae morborum’ químicos o biológicos (López Piñero, 1990). Para la investigación, el positivismo se apoya en el método lógico inductivo.

Hernández, en el año 1891, como primer regente de la Cátedra de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología de la UCV, expone por primera vez a los estudiantes al pensamiento científico con sus noveles conceptos y los introduce a la experimentación, mas no así a la investigación, tarea que corresponderá a Santos Aníbal Domínici, con la inauguración en el año 1895 de las Cátedras de Anatomía Patológica y de Clínica Médica.

Domínici, al terminar sus estudios de medicina, se traslada a la Universidad de París a culminar sus estudios doctorales, los cuales finaliza en el año 1894. Apenas un par de años después de su retorno al país, en el año 1897, experto en el conocimiento de las infecciones y sus agentes causales, Domínici describe el ciclo evolutivo del hematozoario de Laveran en el huésped humano y queda así identificado como el agente etiológico de las fiebres intermitentes (Domínici, 1896, 1897). Domínici es el hombre estudioso de las enfermedades del medio venezolano, el patólogo que se rige científicamente. Creará y conjugará la mentalidad clínica con la anatomía patológica; será pionero de la medicina del laboratorio, de la búsqueda de la causa, del agente de la enfermedad. Para él, lo fundamental será la mentalidad etiopatológica, es decir, la causa externa: el microorganismo —agente— causante de fiebres, diarreas y anemias, los tres grandes males de la población venezolana.

Con Domínici, la autopsia pasa a convertirse en parte integral de la práctica y del proceso investigativo en medicina, aun cuando ésta ya había sido incorporada a los estudios por el doctor Vargas. Domínici recurre a los exámenes post mortem para confirmar el diagnóstico de una infección por Necátor americanus, mediante la visualización directa del parásito en el intestino de un paciente muerto por anemia severa (Domínici, 1937). La conexión entre la lombriz y el padecimiento sería confirmada posteriormente por Rafael Rangel. Paralelo al desarrollo de la autopsia, Domínici implementó el estudio histológico de los tejidos, práctica también continuada por Rangel en el Hospital Vargas. Para Domínici, el “microscopio será, a no dudarlo, dentro de muy pocos años el primer instrumento clínico” (Domínici, 1945).

Rafael Rangel tuvo una vida muy corta, pero lo suficientemente fructífera como para dejar un legado científico trascendente. Su aprendizaje de las técnicas histológicas como preparador en la Cátedra que dirigía José Gregorio Hernández, así como de las técnicas de microbiología, le confirieron las herramientas profesionales que le permitieron llevar a feliz término sus brillantes investigaciones sobre el Ancylostoma duodenale, así como sus observaciones sobre el Necátor americanus (Rangel, 1903). Su otra gran contribución versa sobre la peste boba o derrengadera. En el año 1904, en los llanos venezolanos se presentó una epidemia de derrengadera que diezmó a las recuas afectando severamente la economía rural, en tanto que la tracción por sangre era el medio más empleado para el transporte de los bienes producidos en la provincia. Rangel observó y cuidadosamente estudió casos de la enfermedad que lo llevaron a analizarla con gran agudeza clínica, llegando a establecer que el Trypanosoma estudiado era el mismo que producía la llamada surra de Filipinas y de la India: el Trypanosoma de Evans. Rangel concluyó que “en los llanos no existía sino una sola tripanosomiasis” y que todos los estados mórbidos no son sino diversas manifestaciones de una misma enfermedad: el mal de caderas con sus dos formas principales: anemia perniciosa progresiva (peste boba o hermosura) y la forma nerviosa o parésica (derrengadera) (Rangel, 1905).

Primera mitad del siglo XX

El gomecismo (1908-1935) fue un período duro para el entorno académico venezolano. Renovada por segunda vez la principal universidad del país y adoptado por ella el programa positivista, Venezuela entra al siglo XX para sumergirse en el largo letargo dictatorial. Desde el año 1912 y hasta 1922, la UCV permaneció cerrada por órdenes del dictador Gómez. Razetti, junto con algunos de sus colegas, se las ingenió para seguir impartiendo docencia en estructuras paralelas, mientras que el alma mater estuvo clausurada. La investigación estuvo así reducida a su mínima expresión, confinada a espacios muy limitados en laboratorios o pabellones de los hospitales, de manera tal que, y a pesar de todas las deficiencias que los hospitales presentaban, éstos terminarían siendo el núcleo de formación de los futuros médicos. Para el año 1929, la situación de la Facultad de Medicina era similar a la que exhibía en las postrimerías del siglo XIX.

Y si bien es cierto que, a la muerte de El Benemérito, era poco lo que se podía esperar de un país con una base demográfica, económica y política tan primitiva y mermada como la que tenía Venezuela, el ansia innata de libertad y los deseos de superación del venezolano hacían a su vez efervescencia en una sociedad en la que un recién descubierto maná —el oro negro— permitía soñar con un promisorio destino. Y en efecto, el comercio del petróleo trajo ingresos económicos nunca antes proporcionados por los renglones productivos tradicionales del país: café, cacao, ganado, cueros y oro (Baptista, 1998). Con el petróleo, también se inició la migración del venezolano del campo a la ciudad. Para el año 1920, el 83,6% de la población vivía en el medio rural, mientras que medio siglo más tarde, en el año de la nacionalización del petróleo (1975), sólo el 32,4% de los venezolanos continuaban viviendo en el campo; el resto se había mudado a las ciudades (Torrealba, 1983).

Las serias deficiencias en salud pública, las desastrosas secuelas de endemias o epidemias que tenían agobiada a la sociedad rural (y entre las que sobresalía el paludismo o malaria), el desatino de los diversos gobernantes del país de no prestarle atención a las soluciones que, para esos males, habían estudiado y propuesto científicos como Beauperthuy, Domínici o Rangel; juntos, todos esos problemas hicieron eclosión en las primeras décadas del siglo XX. Por ejemplo, para el año 1936, en algunos estados llaneros —como Cojedes— las fatalidades por paludismo alcanzaban un 41,5% de la tasa global de mortalidad y la esperanza de vida del venezolano apenas llegaba a los 38 años (Requena, 2003a).

Aun así, y a pesar de la dictadura, una que otra isla de excelencia científica aparece en el país de Gómez. Una de ellas corresponde a Juan Iturbe y la otra se encuentra en los llanos del país, concretamente en la población de Zaraza y en la figura del médico José Francisco Torrealba (1896-1973). Genuinamente motivado por encontrar solución a los grandes males que aquejaban a sus congéneres, Torrealba dedicó toda su existencia a probar sus hipótesis en ese laboratorio que lo rodeaba: el llano.

En el año 1929 decide mudarse a Zaraza para dedicar los pocos conocimientos a ese campesinado que era diezmado por las endemias. Disponiendo apenas de un pequeño laboratorio, pero armado de una gran capacidad de observación e intuición, comienza sus caminos de investigación en el llano venezolano, donde estudia las enfermedades tropicales más frecuentes en la zona: paludismo, chagas, bilharziosis, parasitosis intestinales, elefantiasis, leishmaniasis, prestando especial atención al mal de Chagas.

Carlos Chagas (1879-1934), en Brasil en el año 1909, había descrito la enfermedad que lleva su nombre. Por su parte, Emile Brumpt (1877-1951), en la región del Lago de Valencia en Venezuela, en el año 1913, había descrito un Rhodnius prolixus infectado con Trypanosoma cruzi, y había postulado el mecanismo de transmisión. Posteriormente, en el año 1919, Enrique Tejera (1899-1990) propone que el chipo es el agente de transmisión del mal. Torrealba confirma la conjetura inicial de Brumpt y de Tejera y establece al chipo Rhodnius prolixus como vector de la enfermedad en Venezuela; seguidamente establece su hábitat y hábitos para plantear que este vector ha cambiado sus costumbres de selvático a doméstico. Y finalmente reconoce que la acción del Trypanosoma es sobre el corazón, por inducir una miocarditis crónica, y que no es agente productor del bocio endémico, como erróneamente sostenía Chagas (Torrealba, 1932, 1933, 1934).

Los verdaderos héroes: los civiles

Al morir Gómez, asciende a la Presidencia de la República (1935-1941) su Ministro de Defensa, el general Eleazar López Contreras (1883-1941). López Contreras se propuso dejar atrás el oscurantismo reinante mediante la reinstitucionalización y modernización de la administración nacional. Para ello se valió, entre otras, de un par de estratagemas que terminaron siendo complementarias: por un lado, apoyo irrestricto al accionar del talento local abocado a la resolución de grandes problemas nacionales y, por el otro, captura de talento foráneo altamente especializado (vide infra). Las conquistas en salud pública de Venezuela, durante la primera mitad del siglo XX, constituyen un buen ejemplo de las bondades de una inmigración selectiva y de la cooperación internacional como potenciadores de las capacidades locales.

Contra el propósito del presidente López Contreras de sacar el país del oscurantismo en el que estaba sumido en 1935, conspiraba la evidente carencia de cuadros profesionales y técnicos de Venezuela. El asunto fue enfrentado por los ministros Alberto Adriani (1898-1936; Agricultura), Arturo Uslar Pietri (1906-2001; Educación) y Enrique Tejera (Sanidad y Educación), quienes desde sus despachos promovieron un agresivo programa de inmigración selectiva de profesionales europeos altamente calificados. El objetivo del programa fue atender de manera profesional los principales atascos del quehacer nacional, como eran salud y agricultura. Adicionalmente, el programa se propuso fortalecer la educación superior, ya que los expertos que se contratarían debían ser —aparte de renombrados investigadores— consumados docentes que serían insertados en las principales universidades nacionales. Venezuela pudo así traer —en condición de exiliados— a destacados expertos necesitados de abandonar sus países debido a conflictos bélicos como la Guerra Civil Española o la Segunda Guerra Mundial.

El primero en llegar a Venezuela fue José María Bengoa en 1937, quien, eventualmente, llegaría a ser el referente obligado en lo concerniente a los problemas de nutrición de nuestros pueblos. El segundo fue Santiago Ruesta Marco (1899-1960), responsable de Sanidad de la República Española y pionero de los programas públicos sanitarios de ese país. La UCV recibió a los médicos exiliados José Sánchez Covisa (venereología), Luis Bilbao (bacteriología) y José Ortega Durán (higiene materno-infantil), y al cirujano Manuel Corachán (1882-1942), creador del primer instituto de investigación dentro de una facultad de medicina en el país: el de Cirugía Experimental. Un par de años más tarde llegaría exilado a Caracas Augusto Pi y Suñer (1879-1965), desde 1916 Catedrático de Fisiología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona, quien funda el Instituto de Medicina Experimental, dándole entidad al conocimiento y la investigación en ciencias fisiológicas. En ese mismo año llega al Instituto Nacional de Higiene el médico alemán Martin Mayer (1875-1951), del Instituto de Enfermedades Tropicales de Hamburgo, y junto a Félix Pifano (1912-2003) crean en 1947 el Instituto de Medicina Tropical de la UCV. En el año de 1949, José Antonio O’Daly (1908-1992) cofunda, junto con Rudolf Jaffé (1885-1975), el Instituto de Anatomía Patológica de la UCV.

En el año 1936, Domínici sucede a Enrique Tejera en la jefatura del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, y apoyándose en la Ley de Defensa contra el Paludismo crea la Dirección de Malariología al frente de la cual pone al joven médico Arnoldo Gabaldón (1909-1990). El combate emprendido en contra de la malaria se fundamenta en los estudios de Rolla Benneth Hill (1891- ) y en los de Elías Isaac Benarroch (1904-1980), quienes, desde un laboratorio de la Fundación Rockefeller en la Oficina de Sanidad Nacional de Venezuela, habían logrado establecer la naturaleza del agente vector: el mosquito Anopheles darlingi, además del A. albimanus ya conocido. Ellos detallan la distribución e intensidad epidemiológica de la enfermedad en el territorio nacional y llevan a cabo los primeros estudios de terapéutica con las drogas antimaláricas sintéticas de primera y segunda generación: la plasmoquina y la atebrina (Hill y Benarroch, 1940).

En Europa, a finales del siglo XIX, los programas de investigación de enfermedades tropicales se reducían a dos concepciones. Por un lado, la pregonada por la escuela francesa y cuyo paradigma se basaba únicamente en los descubrimientos de la microbiología combinados con estrategias clásicas de higiene pública; y por el otro, situada en el lado opuesto, la propuesta de los institutos de medicina tropical inglesa, los cuales proclamaban el abordaje integral de la enfermedad, que abarcaba desde medidas de salud pública hasta los noveles saberes producidos por los estudios de la biología de los agentes vectores de las enfermedades, pasando por estudios microbiológicos y parasitológicos. Y mientras que en países de la región como Argentina o Brasil llegó a imperar una u otra forma de contemplar las enfermedades tropicales con resultados parciales (Caponi, 2002), en Venezuela se dio una sinergia de las dos escuelas de pensamiento que terminó rindiendo buenos resultados.

En efecto, para el año 1945, el equipo de Malariología que lideraba Gabaldón había logrado reducir la mortalidad por malaria a menos del uno por mil con la aplicación de medidas elementales de saneamiento. Cinco años más tarde, después de la campaña de fumigación nacional con el insecticida DDT, la puesta en práctica de un programa masivo de viviendas rurales y la construcción de la red básica de acueductos (y cloacas), se logró reducir el indicador unas 25 veces, al 0,04‰ (Gabaldón, 1998). En menos de tres lustros, el equipo de sanitaristas y malariólogos venezolanos acabaría con el terrible flagelo y le daría al país la oportunidad de tener una fuerza laboral sana y numerosa, capaz de enfrentar el reto de la modernización y el desarrollo.

Es justo agregar que Gabaldón no estuvo solo en su cruzada por la salud de los venezolanos. En las dos décadas siguientes a la muerte del general Gómez, él logró, junto a otros eminentes médicos sanitaristas, que descendieran unos índices de mortalidad y morbilidad de niveles socialmente incapacitantes —como los que mostraba Venezuela en el año 1936— a niveles muy aceptables, como los que logró exhibir en la segunda mitad del siglo XX. En efecto, en la primera mitad del siglo XX, después de la malaria, la segunda causa de incapacidad y muerte temprana en la Venezuela urbana era la tuberculosis. Durante el año 1936, el índice de mortalidad por tuberculosis para todo el territorio nacional fue del orden de 1,06%. Y ya en el año 1950, el indicador nacional para esa enfermedad era de apenas 0,61%, gracias a que José Ignacio Baldó (1898-1972) puso en marcha un programa de prevención de la tuberculosis desde la División de Tisiología del Ministerio de Sanidad —bajo la rectoría del doctor Enrique Tejera—. Por su parte, Pastor Oropeza (1901-1991) promovió políticas públicas dirigidas a atender la nutrición de los recién nacidos y a establecer controles de cuidado materno-infantil que prácticamente eliminaron del panorama nacional el tercer gran flagelo diezmador de la población venezolana durante la primera mitad del siglo XX: la mortalidad infantil. Gabaldón, Baldó y Oropeza son, por tanto, auténticos héroes civiles (Requena, 2003a).

Más allá de la medicina

A comienzos del siglo XX, la carencia de profesionales conocedores de las ciencias naturales —biología o química— llevó al gobierno nacional a recurrir a expertos extranjeros para conocer, entender y resolver el sinnúmero de asuntos relativos a esas disciplinas del saber que surgían continuamente en el país. Uno de esos expertos fue Henry Pittier (1857-1950), naturalista suizo quien, después de una muy exitosa carrera en Costa Rica como ingeniero, geógrafo, pero sobre todo botánico, se radica entre nosotros a los 62 años de edad. Desde el año 1919, Pittier se dedica a crear o dirigir instituciones fundamentales de un Estado, como son sus Parques Nacionales, el Herbario Nacional —hoy Instituto Botánico—, el Observatorio Cajigal y el Servicio Botánico del Ministerio de Agricultura y Cría. Su fecunda actividad científica quedó plasmada en los 290 trabajos que publicó en variados campos y revistas, así como en la formación de botánicos venezolanos, entre los cuales se destaca Tobías Lasser (1911-2006), promotor de la creación de la Escuela de Biología de la UCV.

Los orígenes de la investigación en agrícola y pecuaria en el país se remontan a los años comprendidos entre 1924 y 1940, cuando se crean, en Caracas, la Estación Experimental de Cotiza, diversos laboratorios agrícolas y químicos, y el Instituto de Investigaciones Veterinarias. Otro paso importante para el establecimiento de los estudios académicos relacionados con la biología fue la fundación de la Escuela Superior de Agronomía y Zootecnia, decretada en 1937 por el presidente Eleazar López Contreras, la cual se convirtió en Facultad de Ingeniería Agronómica en 1945, y entró a formar parte del sistema académico de la UCV en 1946. En el desarrollo del experimentalismo en las agrociencias colaboraron muchos científicos venidos del exterior (Texera, 2014).

La diversidad de condiciones agroecológicas que presenta la geografía venezolana mueve a las autoridades a crear, entre 1950 y 1960, un conjunto de estaciones experimentales y a establecer la División de Investigación Agrícola, dentro del Ministerio de Agricultura y Cría, la cual, en el año 1961, fue transformada en su Dirección de Investigación al crearse el Fondo Nacional de Investigaciones Agrícolas y Pecuarias (FONAIAP). Ésta absorbió a la División de Investigación Agrícola en el año de 1975. Eventualmente, el FONAIAP se transformó en el Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas (INIA), donde se consolidó toda la capacidad investigativa en las áreas de agronomía y veterinaria del Estado venezolano, que ofrecía, además, asistencia técnica y servicios a los agricultores. Los estudios agronómicos fueron la otra vertiente para el desarrollo de la biología en Venezuela.

Segunda mitad del siglo XX

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, en Venezuela los aires de democracia, el mejoramiento de las condiciones de salud y el programa de educación y alfabetización dirigidos por Luis Beltrán Prieto Figueroa (1902-1993) parecían proyectarse positivamente, y hacían prever que el país, al entrar en la segunda mitad del siglo XX, podía contar con una fuerza laboral saludable y educada, capaz de enfrentar los retos de construir el país moderno que todos reclamaban.

En la Constitución del año 1947, Venezuela consagró la igualdad y la libertad como paradigmas republicanos, y como forma de gobierno adoptó la democracia representativa. Mientras tanto, los grandes éxitos logrados por la investigación científica y tecnológica, durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, llevaron a las naciones a adoptar la ciencia y la tecnología como palancas del desarrollo. Las sociedades comenzaron a creer que esas actividades representaban la auténtica modernidad. Ciencia y Tecnología estaban conectadas y se presentaban como la esperada panacea que propulsaría la producción de riqueza, y como la vía más expedita hacia un futuro idílico signado por el bienestar que ellas proveerían.

Las profundas transformaciones que el país vivió a partir de 1936, impulsadas por la búsqueda de esa nueva modernidad global, fueron de tal intensidad, y sus resultados de tanta trascendencia, que el país pudo soportar el trauma que representó la pérdida de libertades y representatividad vivida durante la década de la dictadura perezjimenista.

En los años cincuenta, en las reuniones preparatorias para el lanzamiento de la AsoVAC en Caracas, se discutía acerca de las fuentes de financiamiento y de la naturaleza de la investigación científica, contrastando la que respondía a un interés puntual, bien sea social o económico —la investigación orientada o aplicada—, con la de interés personal, cual podría ser la curiosidad —la investigación básica o fundamental—. Francisco De Venanzi (1917-1987), junto a algunos colegas, pensaba que, por tratarse de fondos públicos, el tema tenía que centrarse sobre conceptos de pertinencia y calidad, atributos que sólo podría certificar un organismo público de jerarquía y experticia desde el punto de vista técnico (Di Prisco, 1992). El diseño de una estructura organizativa para el eventual sector ciencia y tecnología nacional suponía que las instancias de investigación y desarrollo estuviesen principalmente circunscritas al ámbito universitario (De Venanzi, 1953) y como modelo se proponía un modesto Instituto de Química (Muskus, 1950).

En ese contexto irrumpe un joven médico maracucho, Humberto Fernández-Morán (1924-1999). Desde el Instituto Karolinska en Suecia y mediante un escrito dirigido a sus pares académicos venezolanos, propone que el Ejecutivo construya en el país un instituto de investigación científica, de dimensiones y alcances como los que se estaban viendo en Europa o USA y que estaban produciendo conocimiento en calidad y cantidad como nunca antes se había visto. El artículo, titulado “Ideas generales sobre la fundación de un Instituto Venezolano para Investigaciones del Cerebro”, apareció publicado en el tercer número de la recién fundada Acta Científica Venezolana (Fernández-Morán, 1950).

La discrepancia entre Fernández-Morán y la dirigencia de AsoVAC era obvia y su propuesta no tuvo buena acogida en esa asociación gremial, básicamente por un asunto de egos, aparte de que lo que él planteaba iba mucho más allá de lo que el país tenía o estaba pensando tener. No obstante, y a pesar de la resistencia de AsoVAC, el proyecto de Fernández-Morán se hizo realidad al contar con el visto bueno de altos funcionarios del régimen del general Marcos Pérez Jiménez. Es así que, en el año 1955, en los Altos de Pipe, cerca de Caracas entra en operación el Instituto Venezolano de Neurología e Investigaciones Cerebrales (IVNIC) bajo la dirección de Fernández-Morán.

A partir de ese momento, la ciencia en Venezuela empezó a dejar de ser un asunto de un reducido grupo de selectos profesionales que podían, en su tiempo libre, dedicarse a dar rienda suelta a su imaginación utilizando equipos y mesones de los laboratorios de docencia universitaria, para comenzar a ser la actividad de expertos dedicados las 24 horas del día a escudriñar metódicamente, con las más apropiadas herramientas, los secretos de la naturaleza. Ésto pasó a ser la razón de vida del investigador científico venezolano.

El IVNIC, entonces, rápidamente se convirtió en un centro de investigación de alto nivel, muy al estilo americano, donde, en un ambiente multidisciplinario, se llevaban a cabo proyectos de investigación en las fronteras del conocimiento de las neurociencias, en laboratorios equipados con aparatos de última tecnología.

Fernández-Morán fue arte y parte de esa revolución científica que vivió el mundo durante la segunda mitad del siglo XX y fue uno de esos investigadores de dimensiones universales convencidos de que la capacidad creadora y la inventiva de su generación podrían descifrar los grandes misterios de la naturaleza.

Él, como ningún otro, trató de brindar a los venezolanos las bondades de la actividad científica y tecnológica; propició las maravillas de sus logros y luchó porque adoptáramos su método de trabajo. No obstante, con el alzamiento cívico militar del 21 de enero de 1958, todos sus planes se vinieron abajo.

Él había aceptado el Ministerio de Educación apenas una semana antes, el 13 de enero de 1958, en medio del descontento estudiantil y en los albores de la revuelta popular. Derrocado el dictador Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero, y descabezada la presidencia, Fernández-Morán entregó el gobierno a los nuevos líderes de la era democrática, ya que fue uno de los pocos ministros que se quedó en el país. Sólo su inmenso prestigio y su ingenuidad ante el proceso político le permitieron permanecer, por unos meses, en un país dominado por el sentimiento antiperezjimenista

Durante esos meses que siguieron al derrocamiento de la dictadura, Fernández-Morán trató de reordenar su vida en Venezuela continuando con sus investigaciones en sus laboratorios del IVNIC, pero los acontecimientos políticos lo sobrepasaron: una campaña de desprestigio caracterizada por acomodarle el mote de “Brujo de Pipe” lo llevó al exilio y emigró a los Estados Unidos en el año 1958, convirtiéndose así en el primer cerebro fugado del país.

Alrededor de la figura de Fernández-Morán se han tejido multitud de fábulas, las cuales, por fortuna, han sido felizmente dimensionadas en su biografía, escrita por Carlos Rivas Coll (Rivas Coll, 2005). Ha de decirse que, hasta el día de su muerte, y aún alejado de su patria, a pesar de los infortunios y reveses, Fernández-Morán nunca descansó en su empeño de impulsar la ciencia y la técnica como elementos transformadores de la sociedad venezolana (Requena, 2011b). Más recientemente, los aspectos técnicos de sus hallazgos, descubrimientos y desarrollos tecnológicos han sido muy bien analizados por Esparza y Padrón (2018).

Ethos del investigador venezolano

El derrocamiento del dictador Marcos Pérez Jiménez produjo cambios radicales en el país, especialmente en lo que correspondía a ciencia y técnica, las cuales, a pesar de ser actividades muy marginales en la sociedad venezolana, en los últimos años de la dictadura habían logrado impactar el imaginario popular —adquiriendo dimensiones cuasi míticas— gracias a la figura de Humberto Fernández-Morán (Requena, 2011b). Para los nuevos gobernantes, educación y salud, junto a ciencia y tecnología, eran dos de los pilares sobre los cuales debía construirse una sociedad más justa, igualitaria y libre. Sin embargo, ciencia y tecnología eran también el estandarte de Humberto Fernández- Morán.

En términos prácticos, en 1958, el nuevo gobierno tenía que resolver, primero, el destino de ese “elefante blanco” —sinónimo del IVNIC; segundo, qué hacer con Humberto Fernández Morán —el mítico Brujo de Pipe—, quien estaba empezando a ser visto como el prototipo del hombre de ciencia; y, en tercer lugar, democratizar esa institución. La nueva élite gobernante encargó la solución de esos problemas al doctor Marcel Roche (1920-2003), quien condujo magistralmente la reorganización del IVNIC, dejando una impronta muy personal en la identidad nacional.

La vida profesional y académica de Marcel Roche comienza con la creación del Instituto de Investigaciones Médicas de la Fundación Luis Roche (1952-1958), una entidad privada aupada por su padre y que brindó cobijo a los investigadores médicos disidentes de la dictadura militar. Continúa su accionar como gerente de la ciencia con la transformación del IVNIC en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) y con la planificación, constitución y puesta en operación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT). Roche terminó siendo un prototipo del administrador de la ciencia y la tecnología, actividades complementadas por una muy fructífera carrera académica en medicina, sociología, historia y divulgación de la ciencia.

El primer reto de Marcel Roche al frente del IVNIC fue democratizar una valiosísima infraestructura, lo que para él implicaba poblar sus laboratorios con científicos venezolanos. Afortunadamente, contaba con un grupo de colaboradores de la Fundación Luis Roche, quienes rápidamente fueron transferidos y en muy poco tiempo se encontraron produciendo ciencia de primera calidad (Freites, 1992 y Roche, 1996). Simultáneamente, se dedicó a reclutar, en el país y en el exterior, a un significativo número de profesionales, algunos extranjeros, pero los más venezolanos, dispuestos a adelantar labores científicas y tecnológicas en la reformada institución. Muchos de ellos se encontraban fuera del ámbito universitario, bien sea porque habían renunciado a servir en universidades militarizadas durante la dictadura o porque, simplemente, no tenían puestos de trabajo en el país.

Su segundo reto fue crear un conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conformaran una identidad propia para el investigador de la institución que se le encomendó reorganizar; es decir, moldear un ethos para el IVIC (Freites, 1984). Para ello, Marcel Roche adoptó un modelo inspirado en el Collège de France. Lo esencial en ese modelo de contrato de trabajo de los científicos del IVIC fue: a) cuasi absoluta libertad académica; b) acceso real a una infraestructura física y servicios auxiliares de asistencia a la investigación de una calidad literalmente desconocida en el país; c) financiamiento adecuado basado en un andamiaje administrativo con mínimas trabas burocráticas.

Para garantizar el correcto uso de las ventajas provistas al personal de investigación, se conformó una comisión clasificadora que periódicamente evaluaba a los investigadores, recompensando el éxito con promoción académica; siendo éste medido, primordialmente, en función de la calidad del conocimiento generado por el investigador y de la publicación de resultados en revistas altamente calificadas, por lo general extranjeras.

La libertad de investigación que Roche preconizaba llevó al Instituto a una diversificación de las áreas de experticia que cubría. Y es que Marcel Roche no concibió al IVIC como una entidad que debía estar centrada sobre algún gran problema nacional, sino que debía producir ciencia de la mejor calidad.

Lo que se ha llamado el ethos del IVIC fue el fruto del trabajo, visión, tesón y buen tino de un gran gerente en lo académico que logró adaptar, exitosamente, la manera criolla de hacer las cosas a unos patrones propios de otras sociedades, los cuales, y a primera vista, lucían como ajenos a la idiosincrasia criolla. Una forma de hacer investigación que, eventualmente, permeó a todas las otras instituciones que hacen ciencia en Venezuela.

Ese ethos, sin duda alguna, ha sido la razón del éxito de las últimas generaciones de hombres y mujeres venezolanos dedicados al quehacer científico y tecnológico. Y ello no hace sino subrayar la trascendencia que ha tenido en nuestro medio el accionar de Fernández-Morán al promover el IVNIC (Requena, 2003a).

Las facultades de ciencias

El nivel de cobertura de la educación en Venezuela durante la primera mitad del siglo XX dejaba mucho que desear. La llamada reforma universitaria de Córdoba de 1918, que promovió la modernización de los sistemas latinoamericanos de educación superior, tardó mucho en llegar a Venezuela y hubo que esperar a que pasara el gomecismo y se desvanecieran sus herencias para adecuar la educación superior del país a las realidades del entorno nacional.

Desde el punto de vista del potencial en recursos humanos calificados profesionalmente, poco se podía esperar durante el régimen de Juan Vicente Gómez. A finales de su dictadura, el país sólo contaba con dos grandes universidades que tenían unos mil alumnos y un cuerpo docente de 100 profesores. La más importante de esas universidades, la UCV, apenas reinicia actividades en el año 1922 con cuatro escuelas; dos de ellas, Física y Matemática (Ingeniería), con apenas 78 alumnos, mientras que en la de Medicina estudiaban 249 jóvenes. Ese era el potencial existente para hacer investigación en el país.

En el año 1936 se crean en la UCV las facultades de Agronomía y Ciencias Veterinarias y, dos años después, la de Economía. Luego, durante la gestión de gobierno (1941-1945) del general Isaías Medina Angarita (1897-1953), en el año 1943, es cuando se inicia la construcción en la parte Este de Caracas de la nueva y moderna sede de la UCV: la Ciudad Universitaria de Caracas, construida según el proyecto del arquitecto venezolano Carlos Raúl Villanueva (1900-1975) y declarada en el año 2000 Patrimonio de la Humanidad. Este hecho representó el inicio de la tan esperada modernización de la universidad venezolana, pues abrió el espacio físico para albergar nuevas instancias de formación profesional, así como nuevas facultades e institutos de investigación.

El resultado de todas estas acciones es que, para el año lectivo 1950/1951, el país tenía 6.901 estudiantes universitarios matriculados y las universidades nacionales contaban con casi mil docentes. La Central era para ese momento la más grande e importante del país, al contar con 4.757 estudiantes y 667 docentes, albergados en nueve facultades: las tradicionales de Medicina, Derecho, Filosofía (y Letras), Ingeniería (Física y Matemáticas), Odontología, Farmacia (y Química) y otras de reciente creación: Ciencias Económicas (y Sociales), Veterinaria y Agronomía.

Es hacia la mitad del siglo XX cuando surge entre los venezolanos la necesidad de vincular estrechamente la academia —representada por la universidad— con las ciencias naturales, consideradas en su totalidad y no como renglones aislados. Es justamente uno de los discípulos de Pittier, Tobías Lasser (1911-2006), quien se convierte en el paladín para la creación de una escuela de ciencias dentro de la UCV (Texera, 1992). Lasser, médico de profesión y recién ingresado a la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales (ACFMN), logró convencer a esa Corporación, en el año 1946, de que adoptara como propia la propuesta de creación de una Escuela de Ciencias Naturales en la UCV. Ese mismo año, el Consejo Universitario de esa universidad decidió crear el Instituto de Ciencias Naturales, adscrito a la Facultad de Letras y Filosofía, el cual funcionó, inicialmente, como dependencia autónoma, para ser adscrito el año siguiente a la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, como se denominaba entonces lo que hoy se conoce como la Facultad de Ingeniería. Para el año 1955, la Escuela de Biología funcionaba regularmente en esa Facultad. Los cursos de estudios de esa Escuela incluían disciplinas de las dos vertientes: la de las ciencias naturales y las propias de la biología experimental.

A partir del derrocamiento de Pérez Jiménez, se pone en práctica un modelo político democrático liberal fundamentado en los partidos políticos como grandes instrumentos de la participación ciudadana en los asuntos públicos (Rey, 1989). El paradigma de la nueva élite gobernante era lograr la democratización de los recursos de la sociedad y la modernización del país, todo ello en medio de un ambiente de libertades públicas (Martz y Myers, 1977).

Con la puesta en marcha del nuevo modelo sociopolítico definido por la Constitución de 1961, se comenzaron a impulsar reformas estructurales en lo político y lo económico que, junto a nuevas iniciativas de corte social, propulsarían un desarrollo armónico de la nación. El mantra oficial prometía consolidar una sociedad justa e igualitaria conformada por un pueblo sano, educado y solidario, productor de riquezas e integrante del concierto de naciones.

De especial atención fue el sistema educativo, cuya reforma pasaba por su expansión, tanto geográfica como académica, hasta alcanzar cobertura nacional a todos los niveles de enseñanza (Fernández Heres, 1983). Lo más apremiante para las nuevas élites administrativas era promover el acceso de la población a la educación superior (Albornoz, 1989). Y es que se tornó imperativo satisfacer la gran demanda de recursos humanos calificados que la modernización del país pasó a exigir.

La definición del nuevo perfil que se le daría a la universidad venezolana —autónoma y democrática— en 1958 se le confió a Francisco De Venanzi, quien asumió el cargo de Rector de la UCV. Bajo su gestión se estableció la autonomía universitaria como principio fundamental de la vida académica, se intensificó la gratuidad de la educación superior, se aumentó la matrícula estudiantil y la docente, se amplió la misión investigativa y formativa de la institución y se crearon nuevas escuelas e institutos de investigación, conformándose para ello el Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la Universidad, ente encargado del financiamiento de la investigación intramuros.

El 3 de marzo de 1958, bajo la rectoría de Francisco De Venanzi, fue creada en la UCV la primera Facultad de Ciencias del país. Estuvo integrada inicialmente por las Escuelas de Biología, Física, Química y Matemática, y posteriormente se le añadió la Escuela de Computación (Lindorf, 2008). Años más tarde se crearon Facultades de Ciencias en las Universidades de Los Andes y del Zulia y, luego, bajo una diferente organización académica, en las universidades de Carabobo y de Oriente.

Profesionalización / Institucionalización

Lo descrito constituía el panorama sobre el que tenían que desenvolverse quienes, hacia la mitad del siglo XX, deseaban hacer investigación científica y técnica en el país. En el caso de la ciencia y la tecnología —auténticas vitrinas de la modernidad— se requería de la profesionalización e institucionalización de la actividad investigativa. Los dos procesos están íntimamente imbricados; la profesionalización requiere que las personas adquieran una formación que les permita ejercer su profesión con propiedad, mientras que para investigar se necesitaba de instituciones sólidas, estables y con condiciones idóneas para que esos profesionales bien formados pudieran crear conocimiento.

La organización inicial del aparato de ciencia y tecnología venezolano estuvo supeditada a muchos factores; sin embargo, al menos uno de ellos se mantuvo fuera del control de la nueva élite político-académica emergente. Se trataba del paradigma desarrollista, abanderado durante la década de los años sesenta por las agencias PNUD y CEPAL del sistema de Naciones Unidas. Éste sirvió de guía en la planificación de Venezuela —como lo fue para la gran mayoría de los países en la región—, cuyas políticas públicas estuvieron ajustadas a ese esquema de desarrollo. De acuerdo con los lineamientos del modelo desarrollista, la ciencia y la técnica son instrumentos de cambio social, y estarían conectadas de una manera secuencial, casi lineal (Mari, 1982). En él se le otorga al conocimiento científico un valor universal y se reconocen explícitamente sus bondades, en especial, las que ofrece en pro del bienestar y como factor propulsor de la tecnología.

El modelo organizacional para el incipiente aparato científico tecnológico venezolano quedó consolidado con la creación en 1968 del CONICIT (Roche, 1992). La estructura era de tipo horizontal con coordinación intersectorial, basado en un sistema de Comisiones de Área. El sistema presentaba imperfecciones notorias, siendo la más importante el que las unidades de investigación en las universidades y las de la industria petrolera no estaban formalmente coordinadas por el Consejo, lo que en la práctica se tradujo en que la autoridad rectora sectorial no ejercía un control real sobre la naturaleza de la investigación realizada en el país (Requena, 2003b). Tanto así que los investigadores venezolanos continuaron encauzando sus aficiones intelectuales hacia el dominio de lo académico en lugar de hacia lo práctico —tecnológico—, a pesar de que, desde el año 1976, éste ha sido el ámbito relativamente más favorecido por el financiamiento público.

Durante la década de los años sesenta y subsiguientes del siglo XX, mientras que Venezuela abrazaba el paradigma de la CEPAL —con las variantes criollas de propiedad estatal de las industrias básicas, proteccionismo a las industrias intermedias y un programa selectivo de sustitución de importaciones— se empezaron a crear en el país un número considerable de instituciones dedicadas a las actividades de investigación científica y tecnológica en sectores considerados prioritarios. Tal es el caso de la reformulación del IVIC en ciencias básicas, FONAIAP/INIA en el agro, CIEPE en exportación de alimentos e IDEA o FII en cooperación internacional e ingeniería, respectivamente. Dentro de las empresas del Estado también fueron creadas unidades de investigación, como en petróleo (PDVSA/INTEVEP), en metalurgia (SIDORCVG) o en telecomunicaciones (CANTV). Dentro de la actividad productiva de bienes, el sector público venezolano tomó el control de las industrias básicas —petróleo, hierro y aluminio—, confinando al sector privado al comercio y a las industrias intermedias (incluyendo la construcción). El resultado fue que las actividades de investigación y desarrollo quedaron casi exclusivamente en manos del sector público, mientras que el sector privado no se interesó en averiguar sus posibles bondades.

En un país fundamentalmente rentista del petróleo, en el que las labores de investigación y desarrollo estaban financiadas —casi exclusivamente— por el sector público y con un aparato industrial protegido y magro, no es de extrañar que la inserción de las variables ciencia y tecnología en el ámbito de la producción por parte de lo privado fuese un asunto secundario. Es por ello que el sector privado se abstuvo en alto grado de propiciar dentro de los sectores académicos la generación de conocimiento científico, y fue mínimo lo que emplearon en el desarrollo tecnológico o innovación (Ávalos, 1984).

OCASO

En el año 1998, el militar golpista Hugo Chávez Frías llegó por la vía electoral a la Presidencia de la República. Venezuela estaba perdiendo rumbo y memoria, inmersa en un gran descontento por una aspiración social insatisfecha que Chávez supo aprovechar, culpando a las élites de una supuesta deuda social y de todos los males existentes en el país; prometiendo fórmulas mágicas diseñadas para atrapar tanto la esperanza de los necesitados –bautizados como excluidos– como los buenos deseos de ciudadanos cándidos –rebautizados como escuálidos.

Bajo la consigna de cambio revolucionario, promovió una Asamblea Constituyente que promulgó una nueva Constitución a finales del año 1999. En lo conceptual, la administración de Chávez abrazó una variante de un comunismo tropicalizado que llamó socialismo del siglo XXI, mientras que en lo operativo propulsó un clientelismo entre los integrantes de una auténtica mafia militar y política. Chávez se propuso redefinir el modo y razón de vida de los venezolanos y para ello se entregó a las directrices de la dictadura cubana de los Castro.

A principios de la década de los noventa, ciertamente el país mostraba preocupantes signos de estancamiento, probablemente arrastrados por desajustes orgánicos —agudizados por la crisis económica de 1983—. En lo académico e investigativo estas dificultades se hicieron muy presentes (Roche y Freites, 1992) y dieron fundamento para justificar que en la nueva Constitución se le otorgara a la actividad científica un rango máximo. La adaptación al nuevo marco constitucional comenzó con la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación y con el desmantelamiento del CONICIT como ente rector sectorial.

El modelo de organización administrativa de la investigación científica y del desarrollo tecnológico adoptado por el país durante el mandato de Chávez es, en esencia, del tipo vertical, en tanto que un ente rector –el Ministerio– regenta las cuatro funciones operativas: conducción, planificación, financiamiento y producción; conlleva, por tanto, centralización de la gestión y control de los entes subordinados. Este modelo de gestión, adoptado en 1999, introduce la figura de la innovación y permite nuevas modalidades de financiamiento de la investigación, hecho que le dio satisfacción a una vieja aspiración de administradores, investigadores y empresarios del país, quienes añoraban terminar con el divorcio entre los que producen bienes y servicios y los que pueden innovar, crear o mejorar conocimiento de utilidad.

Las raíces del modelo de C y T propiciado por Chávez pueden ser trazadas hasta un manifiesto programático desarrollado por Jorge Giordani, Juan de Jesús Montilla†, Víctor Morles y Héctor Navarro, hecho público en 1994, y que ellos pudieron implementar, sin tropiezo alguno, desde instancias ministeriales del gobierno chavista (Giordani et al., 1994). En ese modelo –que pasó a ser lo sectorial en el programa de acción de la revolución bolivariana–, sin ambages sólo se acepta lo socialmente pertinente, criterio absolutamente subjetivo del administrador de turno, mientras que se cuestionan valores, universalmente aceptados para la investigación académica, científica y tecnológica, como la libertad de pensamiento y acción, el método científico y el respeto al mérito. Es así que, durante la quinta república, se le dio fin a ese modo de gerenciar la ciencia y la tecnología que estuvo en operación durante las cuatro últimas décadas del siglo XX. Un modo concebido y desarrollado sobre cuatro conceptos fundamentales: libertad de pensamiento y acción, el método científico, racionalidad y meritocracia, y que fueron tirados al baúl de los olvidos (Requena, 2003b).

Si bien durante los primerísimos años del gobierno de Hugo Chávez Frías algunos indicadores sectoriales mostraron buen desempeño, eso fue temporal. El declive comenzó una vez que el socialismo del siglo XXI mostró su verdadero rostro: el control total de la población y la implantación de un pensamiento único, el que profesa el gobernante. (Requena, 2010; Requena, 2011a)

El mejor ejemplo del bagaje que lleva la política científica y tecnológica inserta dentro del socialismo del siglo XXI se encuentra en la Misión Ciencia. En el año 2006 y con ese nombre, la administración del presidente Chávez lanzó un proceso extraordinario de “…incorporación y articulación masiva de actores e instituciones relacionadas a la ciencia, técnica e innovación, a través de redes económicas, sociales, académicas y políticas, para uso intensivo y extensivo del conocimiento en función de su desarrollo endógeno, la profundización del proyecto nacional bolivariano y la integración en la perspectiva multipolar y latinoamericana” (Interciencia, 2006).

Los objetivos publicitados de la Misión Ciencia fueron identificar y fomentar la formación del talento en el país, impedir la fuga de cerebros e incentivar la investigación por la vía del financiamiento de grupos de trabajo. Hoy en día se sabe que esos objetivos fueron sólo una cortina para esconder los verdaderos propósitos del programa: Misión Ciencia acudió a la herramienta financiera a través de redes clientelares para promover fidelidad ideológica y lograr el cambio del fundamento epistemológico de la investigación científica y del desarrollo tecnológico en Venezuela por una concepción postmoderna (y tropicalizada) de la actividad, desechando el método científico y las clásicas premisas de racionalidad. Algo que evoca la clásica definición de Mario Bunge:

Postmoderno: Un concepto claro en arquitectura, donde representa la reacción en contra del “Modernismo” iniciado por Le Corbusier y el grupo Bauhaus. En otros campos es mucho menos claro, excepto como un rechazo a los valores intelectuales de la “Ilustración”, en particular, la claridad, la racionalidad, la coherencia y la verdad objetiva. La crítica deconstruccionista literaria, los “estudios culturales” y la filosofía postmodernista son versiones contemporáneas del viejo irracionalismo. En realidad, la filosofía postmodernista es antifilosófica, ya que la racionalidad conceptual es una condición necesaria para el auténtico filosofar, en cuanto opuesto a las divagaciones incoherentes (Bunge, 2002).

Muchas han sido las entradas del terrorífico catálogo de prácticas oficiales en los dominios de lo académico y lo investigativo puestas en práctica por el socialismo bolivariano del siglo XXI: serias amenazas en contra de instituciones de ciencia y sus científicos; restricciones financieras y operativas a las universidades autónomas, complementadas con la promoción de pseudo universidades sin ninguna capacidad académica; presentación de los logros de la investigación hecha en Venezuela como estrafalarios; descabellados planes sectoriales e inviables esquemas de financiamiento de la actividad (Requena, Caputo y Scharifker, 2015). A todo lo anterior hay que sumarle el despido irracional de tres cuartos de la fuerza profesional del INTEVEP en el año 2003. Todo ello configuró una tormenta perfecta que ha desembocado en el ocaso del sistema de investigación, tecnología e innovación venezolano.

En efecto, el socialismo bolivariano del siglo XXI logró acabar con uno de los tres mejores logros de los gobiernos democráticos de la segunda mitad del siglo XX: Ciencia y Tecnología. Y es que, en stricto sensu, los desaciertos de esa modalidad de mandar también acabaron con los otros dos grandes logros democráticos: Educación y Salud. La revolución bolivariana ha terminado por arruinar al país, desatando una crisis humanitaria de proporciones inimaginables, evidenciable ésta por una dramática escasez de alimentos, insumos médicos, agua y hasta de energía (electricidad y gasolina). La crisis generada ha forzado a una buena fracción (~20%) de la población de Venezuela a emigrar para escapar del yugo de un esquema político y económico que ha incapacitado al país. La migración masiva de venezolanos a otros países en busca de mejores condiciones de vida se debe, sin duda alguna, no sólo a la carencia de bienes elementales, sino también a la inseguridad, la insalubridad y la ilegalidad que ha llevado a la sociedad venezolana a ser inviable.

Es del conocimiento público que millones de venezolanos han abandonado el país. Muchos informes de agencias internacionales especializadas, ONG o estudios académicos (Peralta, Lares Vollmer y Kerdel Vegas, 2014) apuntan a que entre 3 o 4 millones de venezolanos han dejado Venezuela (UNHRC, 2019; Páez, 2015). Un estudio sobre el tema, que destaca por su originalidad, es el de Miguel Ángel Santos, quien para la segunda semana de noviembre de 2018 estimó el número de venezolanos emigrados en 3.186.216, de acuerdo a la categoría de Facebook “Expatriados de Venezuela” (Santos, 2019). A la fecha, ya se habla de 6 millones de fugados de un país que llegó a tener 30 millones de habitantes.

En el caso puntual de la comunidad de investigadores y tecnólogos, la pérdida de talento ha sido muy significativa y su magnitud fue revelada en el año 2016 por Requena y Caputo, quienes personalizaron y cuantificaron la dinámica de la fuga de cerebros venezolana. Si bien hasta ese momento el fenómeno estaba dándose con mucha intensidad, muy pocos de la academia habían puesto su foco sobre el hecho, asumiendo que se trataba de una modalidad de la clásica fuga de cerebros (Requena y Caputo, 2016; Requena, 2019).

Requena y Caputo encontraron que, mientras en las últimas seis décadas unos dos mil científicos habían abandonado el país, la gran mayoría de ellos lo había hecho durante las últimas dos décadas. Los investigadores migrantes constituían una parte considerable (16%) de la comunidad nacional y eran responsables de la producción de una cuarta parte de todas las publicaciones académicas registradas para Venezuela. Ecuador ha sido destino para un número significativo (8%) de los investigadores que dejaron Venezuela, aunque el preferido ha sido Norteamérica, donde un tercio de los migrados ha marchado a continuar sus carreras académicas. La pérdida de talento ha afectado a todas las instituciones académicas del país, pero especialmente a las grandes universidades públicas autónomas. Referido a los campos del conocimiento, la pérdida de talento es similar en magnitud para todas las áreas del saber, aunque un par sobresale por su impacto en las actividades productivas del país: la pérdida de investigadores y de expertos en petróleo y en energía.

Es justo hacer notar que, aunque el conjunto de investigadores venezolanos migrantes constituye una muy pequeña parte (<1‰) del éxodo de población del país, su impacto en el devenir de Venezuela como nación ha sido muy alto, dada su relevancia dentro del contexto de la sociedad del conocimiento. Por ejemplo, como consecuencia directa de la pérdida de los expertos del INTEVEP, la producción de la industria petrolera ha caído a niveles sin precedentes –un décimo de su mejor registro–, mientras que, en el caso de energía, el sistema eléctrico nacional se ha vuelto absolutamente disfuncional. La consiguiente crisis fiscal de estos descalabros ha conllevado que hoy en día las arcas públicas se encuentren vacías, lo que no permite la adquisición de suministros básicos y necesarios, que ya no son producidos tampoco por un sector privado que ha sido diezmado. En su empeño de cambiar el rumbo del país, la revolución bolivariana retrotrajo a Venezuela a épocas pretéritas: todos los indicadores presentan al país como aquél de hace 74 años, pero sin las posibilidades de crecimiento que en ese momento comenzaban a plantearse.

A MODO DE ERRATUM

En el recuento efectuado algunas ausencias son evidentes. La primera corresponde al aporte de la mujer venezolana en ciencia y tecnología; ello no obedece a un sesgo, sino que es el reflejo de una realidad histórica. Hasta los años cincuenta del siglo pasado, en Venezuela, los ámbitos académico e investigativo estuvieron completamente dominados por el género masculino. Por ejemplo, las primeras mujeres con grado universitario del país fueron tres hermanas, graduadas de agrimensoras en el año 1899, seguidas por una farmaceuta en 1925 y una médico en 1936. En relación con la investigación, apuntaremos que el primer artículo científico que registra a una mujer como autor corresponde a un par de cartas sobre el tema de los estudios médico-psicológicos de Bolívar que Trina Olavarría De Courlaender envió al editor de la Gaceta Médica de Caracas en los años 1915 y 1916. El primer artículo sobre un tema de investigación propiamente dicho del que tenemos noticia es uno de Virginia Pereira Álvarez (1888-1947) quien, habiéndose graduado de médico en Filadelfia en 1920 (después de haberse inscrito en la facultad de medicina de Caracas en 1911), publicó en el año 1939 un trabajo titulado “Contribución a la investigación experimental de la Leptospira icterohemorrágica en Venezuela” (Pereira Álvarez et al., 1939).

La segunda ausencia concierne a los aportes de las ciencias sociales (y las humanidades) que han sido intencionalmente omitidas en este recuento, aunque han sido tratadas en estudios como la Antología del pensamiento científico venezolano de Requena, Merino y Bruni Celli (2020). En esa antología se revisan las valiosas contribuciones de investigadores sociales como José Agustín Silva Michelena (1934-1986) y Juan David García Bacca (1901-1992), o de divulgadores de la ciencia como Arístides Bastidas (1924-1992).

Finalmente, la tercera ausencia corresponde a la de tecnólogos o innovadores. De nuevo, cabe aclarar que el tema es tratado en el libro de Requena et al. y no fue incluido en este brevísimo ensayo por razones de espacio y enfoque (Requena, 2011c; Requena, Merino y Bruni Celli, 2020). No obstante, se hace necesario mencionar los dos grandes logros tecnológicos del país: la harina PAN de empresas Polar (en 1960) y Orimulsión® (1986) del INTEVEP, Centro de Investigación y Desarrollo de Petróleos de Venezuela (PDVSA).

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