Vol. 2 N° 2
Julio - Diciembre 2021
La hallaca es la preparación culinaria más representativa de la gastronomía navideña venezolana. Constituye una preparación compleja y laboriosa, nutricionalmente completa, que ha tenido una transición importante en relación con el ámbito en que se produce y el momento en que se consume, y que está cargada de representaciones simbólicas para los venezolanos. En una lenta evolución desde el siglo XIX, en un país desarticulado política, económica y territorialmente, la hallaca, elaborada en el marco de la cocina regional, se fue posicionando como la reina gastronómica de la Navidad en todo el país, y el símbolo de la identidad gastronómica nacional, en la medida en que se fue unificando la cocina, aunque manteniendo durante ese largo viaje las variaciones regionales. En este artículo se examina el simbolismo que encierra la hallaca, las características particulares de la elaboración de las hallacas andinas, y el contexto histórico en el que se produce su consumo.
The hallaca is the most representative culinary preparation of Venezuelan Christmas gastronomy. It constitude a complex and laborious preparation, nutritionally complete, that’s had an important transition related with the production labor and the moment of its consumption, and it’s loaded with symbolic representations for Venezuelans. Coming from a slow evolution since the XIX century, in a politically, economically and territotially dismembered country, the hallaca, made in the frame of regional cooking, it’s been positioning itself as the queen of Christmas gastronomy in the hole country, and as a symbol of national gastronomic identity as it went unifying in the kitchen, although keeping during that long journey all regional variations. The symbolism that enclosed the hallaca, the particular features of the Andean hallaca’s making, and the historical context in which it’s consumption is produced, is being examined in this article.
La hallaca es el plato más emblemático de la gastronomía venezolana y el más laborioso de su corpus culinario, con sus cuatro partes indivisibles: la masa, el guiso, el adorno y la envoltura. Es un plato completo desde el punto de vista nutricional. Resulta una preparación compleja, hasta el punto de que es la única preparación culinaria nacional que convoca a los miembros de la familia para su elaboración y la que más ingredientes contiene.
La hallaca está cargada de representaciones simbólicas, quizás la preparación que más relaciones de este tipo tiene en el corpus culinario venezolano. La hallaca, por ser un elemento central en nuestro régimen alimentario ligado a la espiritualidad religiosa, a la madre, a la familia, a la patria y a su lejanía, establece una relación de identidad con la realidad, intermediada por la madre, viva o muerta, creando memoria afectiva, y con la alimentación, lo que refuerza su connotación simbólica (Sequera 2012; Finol, Pérez 2016; Cartay 2003). El sociólogo brasileño Da Matta (1988) distingue entre alimento (que alude al aspecto biológico y nutritivo de la alimentación) y comida (que se refiere al aspecto de la alimentación que lo enmarca en un contexto familiar, de afecto, de carácter, de identidad social). Para Da Matta, todo lo que los individuos comen para nutrir el cuerpo y sobrevivir es alimento, pero no todo alimento es comida. Para serlo, es necesario que transite desde lo universal (alimento) a lo particular o singular (comida), cargándolo de representaciones simbólicas, y convirtiéndolo en un acto de amor. La hallaca es un alimento resultante de una elección cultural que conecta al venezolano con el calendario de la religiosidad, la festividad, la familia y la patria. Bourdieu (1979) sostenía que el gusto alimentario constituye la marca más fuerte e inalterable de los aprendizajes primitivos, que sobreviven más tiempo a la lejanía o al derrumbamiento del mundo natal. En ese sentido, la hallaca crea recuerdos amorosos, genera memoria gustativa, alimenta la nostalgia y refuerza los vínculos que unen al individuo con su grupo social, fortaleciendo su identificación mediante la reafirmación y el sentido de pertenencia a un colectivo. Es importante tener en cuenta que la madre, y la madre de la madre, son eslabones que forman lo que llamamos tradición (un conocimiento que vale la pena salvaguardar intergeneracionalmente). El novelista estadounidense Richard Ford (1999) escribió que su madre lo ligaba con un mundo extraño, un lugar que había formado parte de su vida y del que nada supo ni sabe todavía: “Es una característica de las relaciones con nuestros padres que ha sido a menudo pasada por alto y, por consiguiente, menospreciada”.
Vista desde la perspectiva de estas reflexiones, la hallaca es polisémica. Evoca el recuerdo de la madre afectuosa y solícita que “elabora” el guiso, la memoria de los miembros de la familia reunidos en pleno una vez al año, la alegría de la Navidad, el recuerdo de los que ya no están con nosotros, el inventario de las cosas que nos han pasado, y llena ese espacio en que se funde lo casi público, el hogar amplificado o la familia extendida en el acto del reencuentro, con lo estrictamente privado, esas cuentas de vida que uno saca calladamente con uno mismo. La madre, la familia, la patria. Lo dijo el poeta Andrés Eloy Blanco (1960), en su poema “El regreso a la madre”, de 1920: “La Patria, donde nuestro corazón está preso. / La Madre, que es la patria que primero habitamos”.
Los tres primeros registros de su existencia ocurrieron en 1538, en Coro, y en 1568, en Barquisimeto. En los dos casos, el término “hayaca” tiene una acepción de bulto, paquete o bojote pesado (Rosenblat 1974, Lovera 1989). Rosenblat (1974) señala que la voz venezolana hayaca, hallaca o ayaca guarda similitud lingüística con la voz tupi-guaraní “ayacá” y, en significado, con la palabra náhuatl “tamalli”, que designa un bollo o pan de maíz cocido al vapor, con o sin guiso, que se envuelve en hojas de vegetales, de consumo usual en el virreinato de Nueva España. Preparaciones similares a ésta, nombradas tamal, las hay en América Central, Colombia, Perú, Puerto Rico, Cuba, Trinidad, Barbados y otras islas caribeñas. La elaboración del tamal o bollo de maíz es frecuente en zonas tropicales americanas habitadas por pobladores de descendencia afroamericana. Parkinson (1999) refiere que en África occidental hay un tipo de preparación llamado kenky, que agrupa a los platillos de masa de maíz, un cereal americano, que llevan guiso y se envuelven con una cobertura de plátano.
Los registros históricos dejan clara constancia de la existencia de la hallaca en Venezuela desde mediados del siglo XVIII, hacia 1749, tal como atestigua el misionero jesuita italiano Felipe Salvador Gilij (1965), que vivió 19 años en territorio aledaño al río Orinoco. En su Ensayo de Historia Americana, Gilij describe un pan de maíz, alargado, cocido y envuelto en hojas llamado paratí. Pocos años después, en 1756, una mujer enjuiciada por conducta licenciosa al recibir hombres en su casa, se defiende alegando que esos hombres solo iban a comprarle las hallacas que ella elaboraba (Calzadilla, 1994). Años después, en 1806, Francisco de Miranda, uno de los precursores de la independencia venezolana, se refirió con nostalgia a la hallaca, que tenía años sin degustar. Casi 60 años después José Antonio Díaz (1877) incluyó a la hallaca en una de las recetas insertas en el tomo I de El Agricultor Venezolano, publicado por entregas en Caracas entre 1861 y 1864.
La hallaca es conocida en el país como un plato imprescindible en el festejo de la Navidad venezolana, tal como lo señalan Aníbal Lisandro Alvarado (1953) y Ramón David León (1954). No obstante, hasta bien avanzado el siglo XIX, la hallaca no era un plato de elaboración y de consumo exclusivamente decembrino. Se consumía generalmente el fin de semana, en cualquier época del año, en algunas regiones del país. No era, tampoco, una preparación representativa de la cocina nacional. La razón es muy simple: Venezuela era solo una nación en el papel. Existía, en la práctica, varias regiones desarticuladas entre sí. Eran seis regiones naturales, inconexas, y la mayoría de la población habitaba las regiones de la franja costera montañosa del norte, que representaba una quinta parte de la superficie del país. Esa atomización política, demográfica y económica era en gran parte consecuencia del abandono histórico a la que la metrópoli española había condenado a las provincias de Venezuela hasta 1777. La administración colonial las trataba como partes independientes y sin comunicación entre sí. Esta situación de aislamiento continuó aún después de la creación de la Capitanía General de Venezuela en 1777 (Vallenilla Lanz, 1930; Frankel, 1976; Velásquez, 1980; Cunill-Grau, 1985; Cartay, 1988; Tarver, Frederick, 2005; Arroyo-Abad, 2012; Estaba, 2017), configurando un estado de abandono que actuó como un caldo de cultivo para el fraccionamiento del territorio y el nacimiento de un fuerte regionalismo. Esa falta de un proyecto integrador se extendió durante el siglo XIX republicano, aunque se desarrollaron puertos, donde actuaban casas comerciales mayormente extranjeras, que vinculaban las regiones con el exterior para exportar e importar productos (Banko de Mousaki, 2014). Las finanzas públicas dependían estrechamente del pago de los derechos de exportación y de importación.
Miguel Tejera (1877) realizó en 1874 un inventario de las principales preparaciones culinarias en el país, y no mencionó, entre ellos, a la hallaca ni al pabellón caraqueño o criollo. No sería sino después de 1870, con la llegada del general Antonio Guzmán Blanco al poder, que comenzarían a tomarse una serie de medidas con el fin de sentar, de manera sistemática, las bases de un proyecto nacional (Carrera Damas, 1984). Fue un intento serio para lograrlo, aunque fallido. Faltó la voluntad organizadora y la conciencia nacional, sin la cual se cayó, una y otra vez, en la disgregación de las instituciones y de la sociedad civil (Picón Salas, 1939). Y aún continúa siendo una asignatura pendiente de la política y la sociedad venezolana. Lo predijo Simón Rodríguez en el siglo XIX (citado por Mijares, 1970): “Alborotar a un pueblo por sorpresa, o seducirlo con promesas, es fácil; constituirlo es muy difícil”. La historia nos enseña que no basta con crear los símbolos de la patria, porque la política populista los banaliza y los convierte en fachada y pretexto para reforzar el poder autocrático de los gobernantes. Y el culto del héroe y el sentido de patria, hoy como ayer, se volvió insustancial y se volvió un pretexto para el reparto y la rapiña del patrimonio nacional (Carrera Damas, 1969; Briceño Guerrero, 1983; Frankel, 1976; Briceño-Monzón, 2014).
El corpus culinario de nuestra cocina nacional, partiendo de esos símbolos patrios que refuerzan la identidad y la nacionalidad, comienza a perfilarse de manera sistemática, desde los primeros años del siglo XX, alimentado por las cocinas regionales. Cocinas pobres y monótonas, con alguna variedad de productos del abastecimiento alimentario en las poblaciones portuarias o cercanas a los puertos o que eran centro de productos de exportación (café, cacao, pieles de ganado y plumas de garza). Las casas comerciales extranjeras asentadas en esas poblaciones influyeron de manera importante en la ampliación de la dieta alimentaria de entonces (Cartay, 2005). Arroyo-Abad (2012) muestra el bajo nivel de vida del pueblo y las enormes desigualdades sociales y económicas existentes en la Venezuela del siglo XIX. Las comidas más elaboradas que forman parte de la gastronomía nacional van surgiendo en la medida en que mejoran las condiciones económicas regionales y el país se va articulando política y económicamente, se urbaniza y se conectan las distintas regiones entre sí por vías de comunicación. Así pasó con el pabellón criollo y con la hallaca, los dos platos más representativos de la cocina nacional.
El pabellón nació en Caracas como “pabellón caraqueño” entre los últimos años del siglo XIX y los años iniciales del siglo XX. El pabellón no existía como plato unificado, pero si sus componentes, servidos de dos en dos (Lovera, 1988; Lovera, 1998). Luego cambió su denominación, y empezó a llamarse pabellón criollo en algún momento de las tres primeras décadas de ese siglo, con la puesta de moda del criollismo (Cartay, 1998). Algo similar pasó con el pan de jamón, otro símbolo gastronómico de la Navidad venezolana, que nació en Caracas en 1905, en la panadería de Gustavo Ramella, y que, en el año siguiente, 1906, ya era imitado por la panadería de Banchs (Popic, 1986). Al principio, el pan llevaba solo jamón, pero luego se le fueron agregando otros ingredientes. Durante varios años, hasta la década de 1920, el pan de jamón se consumía solo en Caracas. En 1934 lo encontramos en las panaderías de Maracaibo (Panorama, Maracaibo, 28.12.1934). Todavía en 1950 ninguna panadería merideña ofrecía pan de jamón durante la Navidad. Su conversión en símbolo gastronómico navideño ocurrió, como pasó con la hallaca en otra época, de una manera lenta, aunque progresiva.
La hallaca siguió una ruta diferente a la del pabellón, y más temprana. La comíamos desde el siglo XVI, y con cierta frecuencia en el siglo XVIII, y principalmente desde el siglo XIX. Se elaboraba y comía en cualquier mes del año, y no siempre era llamada hallaca, pues se la nombraba también pastel, en la isla de Margarita (Gómez, 1991); tamal o bollo, en el estado Táchira (Peña, 1997), o tamare, en algunas partes de Oriente. A mediados del siglo XIX, hacia 1852, la hallaca era el plato de la Nochebuena en Caracas (Consejero Lisboa, 1954) y se ofrecía para la venta en 1857 en varios establecimientos caraqueños, como El Café Español (Diario de Avisos 16.12. 1857). Aunque también se vendía hallacas en cualquier época del año. No obstante, había diferencias con el resto del país, y especialmente con los estados andinos. La diferencia no consistía solo en los momentos de consumo en el año, sino también en su contenido y en la forma de preparación.
Los periódicos de San Cristóbal, en el estado Táchira, ofrecen escasa información sobre las fiestas y comidas navideñas durante el siglo XIX. Habría que esperar hasta 1903 para leer las primeras alusiones decembrinas sobre las “tradicionales hallacas” (Horizontes, San Cristóbal, 23.12.1903), aunque se reporta que eran consumidas en cualquier época del año, en especial durante los fines de semana. En el estado Trujillo, en cambio, la Navidad se celebraba con entusiasmo, y la hallaca era “la reina de la fiesta navideña” (La Lira, Trujillo, 15.12. 1896). La hallaca se comía también en la noche del Miércoles de Ceniza (El Pincel, Trujillo, 09.03.1886). Algo parecido ocurría en la ciudad de Mérida (Cartay, 1997), tal como lo muestra la composición del recetario de cocina de Tulio Febres Cordero (1899).
En las poblaciones del estado Mérida la gente se congregaba en las plazas durante la Nochebuena para conversar. En la ciudad de Mérida se asistía a las misas de aguinaldo y se salía a pasear con el fin de visitar los grandes pesebres que se hacían tradicionalmente en algunas casas. Un fragmento del poema “Los Aguinaldos” (La Avispa, Mérida, 21.12.1878) decía: “Ya preparan las hallacas, / Los buñuelos, los pasteles, / El vino corre a toneles”. La Navidad era una fiesta privada, y se celebraba con solemnidad en las casas de los merideños pudientes, con una gran cena familiar, presidida por la hallaca. En muchos hogares la hallaca navideña se acompañaba con vino, y con chicha en los hogares más modestos. En todas las casas se acostumbraba servir como postre los buñuelos de yuca bañados con miel de panela (almíbar) o miel de abejas.
La hallaca que se elabora actualmente en los estados andinos difiere de las hallacas de las demás regiones del país en cuatro características muy notables. La primera se refiere a la cocción del guiso. En las hallacas andinas se emplean carnes crudas, picadas y aliñadas, mientras que en el resto del país se usan carnes cocidas. Ese procedimiento nos lleva a la segunda característica relacionada con el tiempo final de cocción. En la hallaca andina es de dos a tres horas, mientras que en el resto del país la cocción dura de treinta minutos a una hora. La tercera característica se refiere al contenido del guiso, igual en todas partes salvo que en la hallaca andina se incluyen garbanzos cocidos y, a veces, tomate. La cuarta característica es que en el adorno de la hallaca andina se agregan con frecuencia ciruelas pasas.
Las hallacas andinas eran singulares en muchos aspectos, por las diferencias señaladas y por algunas otras particularidades como sucedía al menos con las hallacas merideñas. En la prensa local merideña de la década de 1920 se promocionaba la venta de hallaca en diciembre, pero también durante cualquier fin de semana en los distintos meses del año. Y se ofrecía, además, algunos ingredientes no convencionales para elaborarlas, como mortadela, jamón, salchichones, pavo, lengua de vaca y paticas de cochino, tal como aparece con frecuencia en el periódico Patria en el período comprendido entre 1925 y 1927 (ver varias ediciones de Patria, de Mérida, desde el número 101 hasta el 665). Se supone que estas carnes y embutidos se molían y se agregaban a la mezcla de carnes de res, cochino y gallina. Entonces, las hallacas se confeccionaban en los hogares y en los principales hospedajes de la ciudad, y se ofrecían los fines de semana, mayormente el día sábado, durante el período comprendido entre 1926 y 1928 (ver varias ediciones del periódico Patria de esos años), e incluso durante el lapso entre 1943 y 1945 (ver varias ediciones de esos años del periódico El Vigilante, de Mérida).
En el recetario de cocina impreso más antiguo de Venezuela, Cocina criolla ó Guía para el ama de casa, de don Tulio Febres Cordero (1899), aparece una receta de la hallaca merideña. Sin embargo, la mayoría de las preparaciones incluidas en ese recetario revela la influencia de la cocina italiana, como consecuencia del asentamiento de inmigrantes italianos en Mérida, procedentes en su mayoría de la isla de Elba. Algo similar ocurre, aunque en menores proporciones, en el estado Trujillo. Esa presencia italiana marca tanto el devenir de la cocina como de las bandas municipales de música.
En 1890 don Tulio estimó que en la ciudad de Mérida se consumían, durante la noche de Navidad y los dos primeros días de pascua, un total de 30.000 hallacas, que, puestas en fila, según sus palabras, “darían un cordón del largo de una legua; y para ser transportadas de un lugar á otro, se necesitarían cien mulas poco más o menos” (El Lápiz, No. 75, 15.01.1890).
Alemany, María: Enciclopedia de las dietas y la nutrición. Barcelona, Editorial Planeta. 1995.
Alvarado, Aníbal Lisandro: Menú-Vernaculismos. Caracas-Madrid, Ediciones Edime, 1953.
Blanco, Andrés Eloy: Tierras que me oyeron. Caracas, Editorial Cordillera. 1960.
Bourdieu, Pierre: La Distinction. Paris, Éditions de Minuit, 1979.
Briceño Guerrero, José Manuel: Recuerdo y respeto para el héroe nacional. Mérida, Ediciones del Rectorado de la Universidad de los Andes, 1983.
Carrera-Damas, Germán: El culto a Bolívar. Caracas, Universidad Central de Venezuela. 1969.
____________________: Una nación llamada Venezuela. Caracas, Monte Ávila Editores, 1984.
Cartay, Rafael: Historia económica de Venezuela. 1830-1900. Caracas, Vadell Hermanos Editores, 1988.
____________: Caracterización de la región alimentaria andina. San Cristóbal, Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses (BATT), 1997.
___________: La hallaca en Venezuela. Caracas, Fundación Bigott, 2003.
Díaz, José Antonio. El Agricultor Venezolano ó Lecciones de Agricultura Práctica Nacional. Caracas, Rojas Hermanos Editores, Tomo 1, 1877.
Febres Cordero, Tulio: Cocina Criolla ó Guía del Ama de Casa. Mérida, Tipografía El Lápiz. 1899.
Ford, Richard: Mi madre, in memoriam. Barcelona, Editorial Lumen, 1999.
Gilij, Filipo Salvador: Ensayo de Historia Americana. Caracas, Academia Nacional de la Historia. 1965.
Gómez, Ángel Félix: Historia y antología de la cocina margariteña. Caracas, Armitano. 1991.
León Ramón David: Geografía Gastronómica de Venezuela. Caracas, Editorial Garrido, 1954.
Lisboa, Consejero: Relación de un viaje a Venezuela, Nueva Granada y Ecuador. Caracas, Presidencia de la República, Ediciones Edime, 1954.
Lovera, José Rafael: Historia de la alimentación en Venezuela. Caracas, Monte Ávila Editores. 1988.
_______________: Gastronáuticas. Caracas, CEGA, 1989.
Mijares Augusto: Lo afirmativo venezolano. Caracas, Ministerio de Educación, 1970.
Parkinson, Rosemary: El Caribe. Un paraíso culinario. Barcelona, Konemann, 1999.
Peña, Leonor: La cocina tachirense. San Cristóbal, Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses (BATT), 1997.
Popic, Miro: El pan de jamón…y otros panes. Caracas, Ernesto Armitano, 1986.
Rosenblat, Ángel: Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela. Caracas-Madrid, Edime, 1974.
Tarver, Michael y Frederick, Julia. The History of Venezuela. Westport, Greenwood Press, 2005.
Tejera, Miguel: Venezuela pintoresca e ilustrada. París, Librería Española de E. Denne Schmitz. 2 tomos. 1877.
Vallenilla-Lanz, Laureano: Disgregación e integración. Caracas, Tipografía Universal, 1930.
Velásquez, Ramón J: Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez. Caracas, Ediciones Centauro. 1980.
Calzadilla, Pedro Enrique: “¿Qué hacer con el pasado colonial?” en: Quimeras de amor, honor y pecado en el siglo XVIII venezolano. Caracas, Editorial Planeta, 1994, pp. 143-184.
Cartay, Rafael: “El pabellón, ¿símbolo gastronómico nacional?” en: Venezuela: tradición en la modernidad. Caracas, Universidad Simón Bolívar-Fundación Bigott. 1998, pp. 523-532.
Frankel, Benjamin A: “Política y economía en los tiempos de Guzmán Blanco. Centralización y desarrollo, 1870-1888” en: Política y economía en Venezuela, 1810-1991. 2 ed. Caracas, Fundación John Boulton, 1992, pp. 163-201.
La Avispa. Mérida, (1878)
Diario de Avisos. Caracas, (1857)
Horizontes, San Cristóbal, (1903,1905)
El Lápiz. Mérida, (1890)
La Lira. Trujillo, (1896)
Panorama. Maracaibo, (1934)
Patria, Mérida, (1925-1928)
El Pincel. Trujillo, (1886)
El Vigilante. Mérida, (1943-1945)
Arroyo-Abad, Leticia: “Instability, Cost of Living, and Real Wages in Venezuela in the 19th Century” en: América Latina en la Historia Económica, Vol. 20 (3), (México, septiembre-diciembre de 2012)
Briceño-Monzillo, Claudio Alberto y José Leonardo Briceño-Monzillo: “Desenmarañando la administración política territorial de Venezuela en el siglo XIX” en: Presente y Pasado, 37 (Mérida, enero-junio de 2014), pp. 179-188.
Rafael Cartay: “Aportes de los inmigrantes a la conformación del régimen alimentario venezolano en el siglo XX” en: Agroalimentaria, Vol. 20 (10): (Mérida, 2005) pp. 43-55.
Cunill-Grau, Pedro. “Desarticulación de los paisajes regionales venezolanos en el siglo XIX” en: Revista Geográfica, Vol. 12: (1985), pp. 115-121.
Da Matta, Roberto. “Notas sobre el simbolismo de la comida en Brasil” en: América Indígena, Vol. XLVIII. (México, 1988).
Estaba, Rosa M: “Venezuela (1810-1811). De la desarticulación territorial pre-monárquica a la república confederada” en: Revista Geográfica Venezolana, Vol. 58 (2): (Mérida, 2017) pp. 452-463.
Picón-Salas, Mariano “Antítesis y tesis venezolana” en: Revista Nacional de Cultura, 1-3, (Caracas, noviembre 1938-enero 1939).
Sequera, José Leonardo: “El gusto lo dan las manos. Carmen Luisa Rivero, Maestra de la Culinaria Popular Venezolana” en: Revista de Pedagogía Vol. 33 (93) (julio-diciembre de 2012), pp. 121-126.
Banko de Mousaki, Catalina: “El puerto de La Guaira y la economía agroexportadora venezolana (Siglo XIX)” en: Coloquio de Historia Canaria-Americana. Doi:/downloads/9101-Texto%20del%20articulo- 9828-1-10-20141014.pdf. 2014.
Finol, José E. y Beatriz Pérez: “Semiotic food, semiotic cooking: The ritual of preparation and consumption of hallacas in Venezuela” en: Semiotica, Issue 211: 271-291. Doi: https: //doi.org/ 10.1515/sem.2016- 0088.