Revista Honoris Causa | ISSN: 2244-8217 / ISSN-L: 2244-8217
Revista Honoris Causa

Vol. 14 N° 1

Enero - Junio 2022

LOS PROFESORES QUE HACEN –Y QUE MARCAN– LA DIFERENCIA

THE TEACHERS WHO MAKE –AND MARK – THE DIFFERENCE

Franco Lotito Catino
Universidad Austral de Chile, Valdivia. Chile
Recibido: 22-03-2022
Aceptado: 11-05-2022

RESUMEN

El objetivo del artículo es analizar las características distintivas de los profesores que hacen la diferencia en una sala de clases y el efecto generado en sus estudiantes y, al mismo tiempo, realizar una breve revisión del concepto “formación docente” y los factores que lo componen. Este análisis se realiza con un enfoque donde lo cognitivo y lo afectivo es visto como una unidad inseparable, especialmente, si hemos de hablar acerca del verdadero rol del profesor en un aula de clases. El enfoque metodológico es de tipo cualitativo, con un diseño documental apoyado en una amplia revisión bibliográfica. Se hace hincapié en la relevancia de una formación que se haga cargo de los retos que surgen, tanto desde los procesos sociales, como desde la cultura misma. Una formación donde se considera no sólo aquellos aspectos externos, sino que enfoca al profesor como sujeto y objeto de una experiencia que no se agota en el quehacer de la sala de clases, sino que va más allá de los límites de lo inmediato, buscando abordar al estudiante en toda su potencialidad, quien se convertirá en el transmisor de la cultura y de la sociedad del conocimiento.

Palabras clave:
educación; formación docente; habilidades y competencias; profesor que hace la diferencia, sociedad del conocimiento

ABSTRACT

This article aims to analyze the characteristics that distinguish teachers who make a difference in a classroom and the effect they generate on their students, at the same time creating a brief review of the concept of "teacher training" and the factors that compose it. The analysis is carried out through an approach where cognitive and affective are seen as a whole, primarily referring to the authentic teacher role in the classroom. The methodological approach is qualitative, with a documentary design supported by an extensive bibliographic review. Emphasis is placed on the relevance of teacher training that takes charge of the challenges that arise, both from social processes and culture itself. Teacher training that considers external aspects and focuses on the teacher as the subject and object of an experience that is not exhausted in the classroom work but goes beyond the immediate limits. Seeking to address the student to his full potential; who will become the culture and knowledge transmitter of society.

Keywords:
education; knowledge society; skills; competencies; teacher training; teacher who makes the difference

INTRODUCCIÓN

“El maestro deja una huella para la eternidad en la vida de una persona.
Nunca puedes saber cuándo se detiene su influencia"

(Henry Adams, historiador y hombre de letras)

Sin que importe mucho la fórmula, sistema o método de enseñanza que se utilice en la realización de las actividades académicas durante este año –y los años venideros– en los colegios, centros de formación o en las universidades como consecuencia de la pandemia por coronavirus –ya sea que las clases se realicen de manera presencial, telemática o que se utilice una fórmula híbrida– el rol del profesor universitario y del maestro de escuela será siempre clave, relevante e insustituible, especialmente, cuando hay profesores y maestros que marcan la diferencia (Condori, et al., 2021; Centro de Estudios Mineduc, 2021; Jiménez y Ruiz, 2021; Sierralta, 2021; Benavides, 2022).

Ser un profesor, es mucho más que sólo impartir clases, en tanto que educar es más que sólo un verbo que hay que saber conjugar, por cuanto, las acciones más valiosas de los profesores que se destacan y marcan la diferencia, son aquellas por las cuales no se les paga y que van más allá de las aulas de clases.

Es muy común observar a un profesor, maestro, docente o enseñante que se encuentra con estudiantes afectados por diversos problemas emocionales, sea que hablemos de ansiedad, angustia, miedos, etc.; con estudiantes que tienen un pobre auto concepto de sí mismos y que requieren de mucho apoyo; o bien, cuando el maestro de escuela se topa con alumnos que están carentes de afecto y de atención, entre otros.

A tal punto, puede llegar a ser peligroso el efecto de la ansiedad y el estrés sobre las personas, que en una entrevista concedida al diario The New York Times, la científica cognitiva Laurie Santos, conocida como la “profesora de la felicidad” de la Universidad de Yale, señaló, que hoy en día, las personas están rodeadas por una cultura que parece estar llevándolas por el mal camino, en función de que dichas personas estarían envueltas “por una enorme cultura del capitalismo que nos dice que compremos cosas y una cultura del logro que destruye a mis alumnos en términos de ansiedad” Marchese (2022, párr.4) Lo anterior, a raíz del alto nivel de angustia, incertidumbre e inseguridad que esta cultura provoca.

Asimismo, las carencias de afecto en los alumnos pueden ser tan grandes y notorias, que los estudiantes primero tienen que aprender a quererse para que después tengan –o se despierte en ellos– el deseo y las ganas de aprender lo que se les enseña en clases.

De acuerdo con diversos estudios y análisis (Hattie, 2004; Teven & Hanson, 2004; Polick, Cullen & Buskits, 2010; Alvarado, 2013; OCDE, 2013, 2016, 2019; Saiz García, 2015; Martínez 2021; Guanín-Fajardo y Casilla, 2022), aquellos estudiantes que tuvieron profesores de excelencia, o bien, alumnos a quienes les tocó en suerte tener maestros competentes, comprometidos y destacados durante los años previos a las pruebas y/o exámenes que permiten el ingreso a las universidades e instituciones de educación superior, así como también participar en pruebas internacionales como PISA, superaron ampliamente a sus pares que carecían de un historial con docentes bien evaluados y comprometidos con su labor educativa.

En directa relación con lo anterior, Polick et al. (2010, p.1), por ejemplo, individualizan a estos profesores como “Dr. Excellent and Dr. Good”, y en su artículo “Cómo la enseñanza hace una diferencia en la vida de los estudiantes”, hacen hincapié en la relevancia que adquiere este tipo de profesores en el futuro de los estudiantes, ya que un profesor que hace la diferencia logra que la enseñanza –y su correspondiente aprendizaje– sea divertida y entretenida.

¿La razón? Aquellas clases que son estimulantes, motivantes y entretenidas son fundamentales para el éxito académico de los estudiantes. Es más: los estudiantes que son propensos a presentar mala conducta, ausentarse, desertar del colegio, o bien, a desconectarse y/o desconcentrarse en la sala de clases, dependen mucho más de aquellos profesores que son comprometidos con sus estudiantes y que son entusiastas y apasionados con su materia. En este sentido, ser un buen profesor, significa ser capaz de sacar a la luz lo mejor de los estudiantes.

De igual forma, el informe PISA –Programme for International Student Assessment– de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, OCDE (2013, 2016, 2019) que mide el rendimiento académico de los alumnos en matemáticas, ciencia y lectura, reveló que la escuela y los profesores tienen un impacto significativo en ellos, tanto en lo relacionado con su calidad de vida, como también en cuanto a su disposición hacia el aprendizaje y la vida, en general.

Dejemos consignado desde ya, que el objetivo de la prueba PISA es entregar información y datos que sean comparables entre sí, con la finalidad de posibilitar que los distintos países mejoren sus políticas de educación, así como sus resultados, ya que este análisis, en rigor, no evalúa al estudiante, sino que al sistema educativo en el que dicho estudiante está siendo evaluado.

Por otra parte, un profesor destacado y que hace la diferencia, no sólo demuestra tener un amplio conocimiento y dominio de su disciplina, sino que, además, es aquel profesor capaz de crear un grato clima de aprendizaje al interior del salón de clases, y que se preocupa y compromete con sus estudiantes, a menudo, más allá de su mera labor educativa y de la sala de clases.

Es así, que cuando analizamos con detenimiento el grado de influencia que tiene un buen profesor sobre sus estudiantes universitarios o sobre sus alumnos de escuela, se logra advertir de manera inequívoca que este efecto resulta ser, a todas luces, inspirador y significativo, comenzando con uno de los factores claves del proceso educativo: las expectativas que el profesor tiene –y que mantiene– acerca del desempeño de sus estudiantes, ya que ello impacta de manera importante  en su rendimiento académico, así como también en su desarrollo y crecimiento personal, todo lo cual, por  cierto, incluye al propio profesor cuando éste se convierte, a su vez, en el “sujeto aprendiz” (Hattie, 2004; González y Hernández, 2012; Nieva y Martínez, 2017).

En segundo lugar, se ha establecido, que un trato respetuoso del profesor hacia el alumno y viceversa, donde el trabajo en equipo, la buena comunicación, relaciones interpersonales positivas, el desarrollo de la inteligencia emocional, etc., juegan un papel destacado, mejora el rendimiento estudiantil, en tanto que la existencia de conflictos entre ambas partes genera un efecto contrario y altamente contraproducente. Martínez (2021) denomina al conjunto de estos factores y variables favorables del proceso educativo “pedagogía con corazón”, concepto con el cual titula, justamente, uno de sus libros.

En tercer lugar, un buen profesor, efectivo y que busca hacer la diferencia, no clasifica –o encasilla– a sus estudiantes como “flojos”, “desordenados” o “malos” para ciertas asignaturas, ya que dando razón a las conocidas expresiones “desesperanza aprendida” y “profecía auto cumplida”, los alumnos terminan actuando y comportándose en consonancia con lo que se espera de ellos (Quintanilla et al, 2003; García et al., 2009; González y Hernández, 2012; Vargas, 2016).

Respecto del concepto “desesperanza aprendida”, González y Hernández (2012, p. 314) señalan que es un “estado en el que un individuo no emite respuestas para evitar la estimulación aversiva, ya sea porque no encuentra ningún reforzador ante la conducta de escape, o bien porque le es imposible escapar”. Asimismo, estos autores destacan que “la pérdida de motivación y expectativas sobre el futuro, son predictores consistentes de la desesperanza y el riesgo suicida” (p. 313).

En cuarto lugar, los buenos profesores entienden que los estudiantes necesitan que se les exija en concordancia con sus talentos, habilidades y capacidades, porque de esta manera ellos internalizan que se les está considerando como sujetos capaces y aptos para realizar todas las tareas que les serán solicitadas, evitando, naturalmente, la sobre exigencia y el estresar académicamente en demasía a los estudiantes (Huaquín y Loaíza, 2004).

El catedrático José Gimeno (2011, p. 15) de la Universidad de Valencia, España, sostiene que un docente destacado –en su calidad de “servidor social”– necesita, hoy en día, “ser un intelectual que esté bien formado en uno o varios campos específicos del saber”, quien, además tiene que ser capaz de poder contar sus temas y materias de “una manera que sea interesante a un grupo de personas al que tiene que tratar de una manera que sea adecuada”. La razón de hacer esta afirmación por parte de Gimeno (1991, p. 55) se fundamenta como consecuencia de la siguiente realidad: “Un profesor, mejor o peor pertrechado de conocimientos, aterriza en un sistema escolar ya configurado, con sus niveles, sus curricula, sus pautas de funcionamiento interno y junto a otros profesores”. Es entonces, cuando a partir de su ingreso a un centro educativo que presenta tales condiciones, el profesor debe iniciar la búsqueda de la fórmula adecuada en cómo llevará su labor e ideas a la práctica de una manera efectiva y eficiente.

Por otro lado, en un estudio realizado por Santiago y Fonseca (2016, p. 204) por medio de una encuesta, ellos le preguntaron a un total de 33 profesores de postgrado de dos universidades públicas de México qué significaba ser “un buen profesor” y “cuáles eran las competencias, atributos y actitudes requeridas” para alcanzar ese estatus. Algunas de las respuestas recibidas fueron: profesionalismo, pasión por enseñar, abierto a nuevas ideas, responsabilidad, comportamiento ético, valores, estabilidad mental y emocional. Todo lo anterior, con la finalidad de interactuar de manera óptima y sobresaliente con sus estudiantes.

Pero… ¿qué dicen los propios estudiantes acerca de quién es un profesor destacado? ¿Qué es lo que ellos esperan de “un buen profesor” y quién es para ellos un “mal profesor”? Algunas de las respuestas a estas preguntas las dio Ramiro Kiel (2011, p. 47), un estudiante argentino de 16 años, en una entrevista concedida a la Revista Cuadernos de Discusión: “Los profesores mejor capacitados son los que te hacen pensar sobre lo que estudias, los que te hacen debatir en clases. No son los que transmiten de arriba abajo un saber, sino que dejan a todos hablar”, “Para mí es más copado cuando el profesor se sienta entre todos y orienta, mientras entre todos construimos lo que aprendemos. Así uno se involucra más en lo que estudia” (Copado = entusiasmado o fascinado con algo).

En relación con los malos profesores, Kiel (2011, p. 46) señaló: “Los profesores saben bastante de la materia que dan. Pero el problema es que no saben enseñar; son autoritarios”, “Algunos pasan la información como un bloque de datos y eso es difícil de aprender, porque no te hacen pensar acerca de esa información”, “Hay otros que no pueden imponer orden y, aunque sepan, les resulta difícil transmitir sus conocimientos”, “Tuve un profesor de matemáticas que lo único que hacía era escribir fórmulas en el pizarrón, las teníamos que copiar y nunca nos explicaba de dónde salían”.

Kiel (2011, p. 48), asimismo, explicó lo que para él era un “profesor comprometido”, al señalar lo siguiente: “Que se preocupe porque aprendas, que se interese porque te interese lo que enseña. Cuando lo ves apasionado por su materia, es porque está comprometido”.

Pues bien, al revisar algunas evaluaciones docentes del año 2021 –evaluaciones que deben ser realizadas en forma anónima por los estudiantes del programa Master of Business Administration (MBA) de la Universidad Austral de Chile –, detecté los siguientes comentarios acerca de los docentes que los estudiantes consideran como profesores destacados:

“Un profesor muy claro en sus exposiciones. Un docente motivador y de excelencia”, “Este profesor fue por lejos el mejor de todos los módulos a la fecha. Aquí hay discusiones y se ven temas que te hacen crecer como persona y como profesional”, “Excelente profesor, la asignatura permitió profundizar de manera importante los conocimientos, no sólo en esta área, sino que el profesor motivaba a investigar las distintas áreas del MBA”, “Tremendo docente, sin duda alguna. Escucha, entrega conocimientos, invita a reflexionar, se preocupa que todos entiendan, tiene disposición para enseñar más allá de la sala de clases y mantiene el vínculo con los alumnos”, “Los temas planteados fueron muy interesantes y con una dinámica de enseñanza sobresaliente”, “Haber podido participar en las clases de este profesor fue parte esencial de mi crecimiento personal y profesional”, “Excelente docente, con mucho conocimiento. Capaz de captar la atención y la admiración de todos. Para mí fue un honor haber estado en su clase. Creo que todos alguna vez en su vida deberían tener un profesor como éste. Tremendo profesor”.

Ahora bien, cuando se le preguntó al reconocido lingüista, filósofo y ex profesor del afamado Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT), Noam Chomsky (1996, p. 61), quién era para él “un buen profesor” su respuesta fue muy simple y directa: el buen profesor, el profesor que hace la diferencia es aquél que “habla con y no a sus alumnos”. En tanto que otra de las frases emblemáticas de Chomsky referidas al tema de la educación, es aquella donde sostiene que:

Como todo buen maestro sabe, los métodos de instrucción y la variedad de material cubierto son asuntos de poca importancia en comparación con el éxito en despertar la curiosidad natural de los estudiantes y estimular su interés en explorar por su cuenta (Chomsky, 1988, p. 135).

Paulo Freire (2009, 2011, 2016), un reconocido defensor de la “pedagogía crítica”, señalaba que un profesor destacado era aquél que escogía “pararse al mismo lado de la calle” con sus estudiantes (en Santiago y Fonseca, 2016, p. 194), como un reflejo de su empatía, solidaridad, motivación, vocación y compromiso con los niños y jóvenes que se encuentran bajo su tutela académica y formativa.

En rigor, lo que realizan aquellos profesores destacados, no se limita sólo al acto de pasar la materia, establecer reglas de conducta, hacer un rayado de cancha o llevar a cabo prácticas concretas de enseñanza, sino que su labor docente tiene mucho más que ver con sus actitudes, con sus emociones, con su capacidad de enseñar desde su corazón y de su pasión, con la confianza que el profesor deposita en las capacidades de los estudiantes, así como con las emociones gratificantes que hacen sentir a los alumnos cuando éstos alcanzan sus objetivos.

En este sentido, no cabe duda alguna que existe un compromiso ineludible del profesor en relación con el desarrollo de las habilidades, aptitudes, inteligencia y curiosidad intelectual de sus estudiantes, de modo de potenciar en ellos la capacidad para comenzar a conocer, avanzar y hacer descubrimientos por su propia cuenta.

En definitiva, un profesor destacado y que hace la diferencia, es aquél que logra crear esperanzas en sus estudiantes, aquél que puede encender su imaginación e inspirar en ellos el gusto y el amor por el aprendizaje.

Y tal como lo afirmaba el científico Albert Einstein, ganador del premio Nobel de Física, “El arte supremo del maestro es despertar la alegría en la expresión creativa y el conocimiento” en sus estudiantes.

METODOLOGÍA

El enfoque metodológico utilizado en este artículo es de tipo cualitativo, con un diseño documental que se apoya en una extensa revisión bibliográfica y que se basa en un análisis crítico de la literatura revisada con la finalidad de entregar una visión lo más amplia posible acerca del estado del arte en relación con la educación y de su principal actor: el profesor. La investigación documental se llevó a cabo a partir del análisis de la información extraída de fuentes primarias, tales como revistas, libros, tesis doctorales y sitios Web, para luego organizarla en las siguientes categorías documentales:

En función de lo anterior, se hizo uso de numerosos artículos provenientes de distintas revistas científicas indexadas, así como también de una serie de libros de autores reconocidos, cuyos conocimientos y experticia quedan fuera de toda duda. Para la selección de artículos, se utilizó la base de datos provista por la Red de Revistas Científicas de América Latina y El Caribe, España y Portugal (REDALYC), el Portal de Difusión de la Producción Científica Hispana (DIALNET) y la Cientific Electronic Library on Line (SciELO). El énfasis se acentuó en la selección de artículos, documentos y libros relacionados con el tema tratado que fueron publicados en la última década.

Desarrollo de las Categorías

¿Docente, Maestro, Educador, Profesor, Instructor o Enseñante?

A lo largo de toda la historia, la educación ha representado un factor relevante en el proceso de desarrollo de las personas –en particular– y de la sociedad  –en general–, por cuanto, ella ha sido la encargada de transmitir –por intermedio de un ciclo virtuoso y a través de los siglos– el acervo de los conocimientos adquiridos, así como también de resguardar la corriente cultural que la ha antecedido en cada ocasión, ya sea que hablemos de una época histórica determinada o del sistema social en que la educación y la cultura se han desarrollado (Nieva y Martínez, 2017).

El docente, maestro, educador, profesor, instructor o enseñante representa a uno de los principales protagonistas de los procesos de formación y transformación social, ya que es él, junto al alumno-estudiante, quien juega un rol preponderante y destacado en el proceso de enseñanza-aprendizaje, especialmente, cuando su formación profesional, así como su compromiso y su dedicación con la labor docente marcan la diferencia.

El profesor Álvarez Comesaña, especializado en español, lingüística y humanidades, nos ilustra al respecto de los conceptos arriba mencionados, señalando que “el término docente es polisémico” y se utilizan como “sinónimos del mismo las siguientes palabras: pedagogo, instructor, formador, educador, enseñante, adiestrador, maestro, académico (…) entre otras” (como se cita en: WMCMF, s.f., Web del maestro).

Más adelante, Álvarez Comesaña consigna que la palabra “maestro” deriva de “la antigua palabra magister, concretamente de su acusativo magistrum, con el significado original de “el más mejor”, aclarando la evolución semántica que habría tenido el concepto, al señalar que: “el más mejor o el jefe de una escuela ha de ser forzosamente el maestro, ya que sabe más que sus alumnos”.  En tanto que el concepto profesor sería “un sustantivo de acción derivado del verbo profiteri ‘hablar delante de la gente’ (…) y permite saber que la evolución semántica de la palabra es para referirse a ‘aquel que habla delante de sus alumnos’.

Para el historiador Álvarez Llanos cada una de las palabras mencionadas previamente –docente, profesor, educador, maestro– representa un escalón en la dimensión vinculada a la labor de enseñanza, por cuanto:

El ‘docente’ cumple un rol profesional. ‘Profesor’ es quien realiza un rol pedagógico. Mientras que ‘educador’ es el cumplimiento de un deber social. Y ‘maestro’ sería aquel que le da una dimensión humana a la enseñanza y la convierte en su proyecto de vida (Álvarez Llanos, s.f., como se cita en Hernández, 2013, párr. 3).

Por otra parte, Santiago y Fonseca (2016) señalan, que de acuerdo con la Ley General de Educación que rige a México “se entenderán como sinónimos los conceptos de: educador, docente, profesor y maestro, sin importar el nivel educativo donde se desempeñen” (p. 193).

Al respecto del significado de las palabras “estudiante” y “alumno”, el diccionario de la Real Academia Española (RAE, 2009), consigna que:

Un estudiante es una persona ‘que estudia’, independientemente de si es autodidacta o si tiene un profesor, mientras que un alumno es un ‘discípulo’, respecto de su maestro, de la materia que está aprendiendo o de la escuela, colegio o universidad donde estudia, es decir, que en el término alumno está implícita la relación respecto de quien le enseña.

Ríos (2021) sostiene que las palabras alumno y estudiante “suelen emplearse indistintamente para referirse a la persona que sigue estudios”, señalando, asimismo, que “alumno es el sujeto en sí en primaria o secundaria que recibe conocimientos del profesor, y estudiante se refiere a la persona que realiza un trabajo, en gran parte autónomo y muchas veces fuera de clases” (párr. 1). Si bien, estas distinciones podrían estar sujetas a mucha discusión y análisis, la idea de fondo de haber hecho este breve excursus, es unir criterios en torno a estos conceptos, con una única finalidad: no perder el principal foco de atención de este artículo.

Es así, por ejemplo, que los norteamericanos y europeos hacen una diferencia entre quién es un “profesor” y quién es un “maestro”. El profesor (Professor en inglés y alemán, Professore en italiano, Professeur en francés) sería aquél sujeto que imparte sus asignaturas en una Universidad o institución de educación superior, en tanto que un maestro –Teacher en inglés, Lehrer en alemán, Insegnante en italiano– impartiría sus asignaturas en los colegios y escuelas.

Por lo tanto, para efectos de este artículo, la idea es considerar a los conceptos: maestro, profesor, docente y educador, así como también a los conceptos alumnos y estudiantes como sinónimos, con la finalidad de dar una cierta fluidez a la lectura.

Ahora bien, uno de los investigadores que más énfasis pone en cuanto a destacar que el “maestro hace la diferencia” en el proceso de enseñar a sus estudiantes, es Hattie (2004, p. 24), al señalar que la “excelencia en la enseñanza es la influencia más poderosa en el logro. Necesitamos identificar, estimar y hacer crecer a aquellos maestros que tienen influencias poderosas en el aprendizaje de los estudiantes”.

Freire (2009, 2016), sostiene que la labor de enseñar a un grupo de estudiantes no puede reducirse a la mera transmisión de contenidos, datos, información o destrezas, sino que, por el contrario, la importante tarea de enseñar debe avanzar en el objetivo de comprometer a los docentes y a los alumnos con su entorno social y cultural, donde no puede faltar la dimensión ética en ninguno de los vínculos que se establecen en el contexto educativo, especialmente, aquél vínculo que se produce entre el sujeto que enseña y aquellas personas que aprenden, a raíz de que esta dimensión es la que facilita, justamente, el acto de integrar y respetar al otro, de comprender y escuchar con atención a quien se tiene al frente,  y de ser capaz de valorar los cambios –propios  y ajenos– que se producen durante el proceso de enseñanza-aprendizaje.

De ahí que se haga tanto hincapié en la importancia de la formación docente permanente, la que visualiza al profesor como objeto y sujeto activo del proceso de enseñanza-aprendizaje, a quien se lo ve como un actor que está en condiciones de transformar la realidad social que lo rodea, especialmente, cuando lleva a cabo su labor de manera integral y comprometida, tal como muy bien lo destacan diversos autores e investigadores (Freire, 2009, 2011, 2016; Imbernón, 2006, 2011; Delgado, 2013; Rodríguez, et al. 2020).

Según Imbernón (2006, 2011), el rol protagónico que juega el profesor en una sociedad del conocimiento –y en un mundo que está completamente globalizado–, así como también la dinámica de interrelaciones que se produce al interior de esta sociedad, no se limita exclusivamente a lo educativo, sino que tiene repercusiones e injerencia en la concepción del “deber ser” y en la resolución de problemas y dificultades que trascienden la inmediatez del aula.

Es así, por ejemplo, que la sociedad del conocimiento y de la información –que incluye, por cierto, todos los grandes avances científicos, sociales y tecnológicos– representa, hoy en día, grandes retos para la pedagogía y la formación docente debido a los numerosos efectos que produce la corriente globalizadora, la que, para el lamento de muchas figuras políticas y económicas, sólo favorece a algunos pocos países en desmedro de muchas naciones más pobres y menos desarrolladas (Hargreaves, 2003; Stiglitz, 2006, 2019; Tedesco, 2014).

No obstante que la globalización y la digitalización nos han permitido conectarnos con todo el mundo y entre ambas han hecho aumentar nuestro potencial individual y colectivo, paralelamente, tal como lo sugiere Paraíso (2022), el “mundo se ha vuelto inestable, incierto y complejo”, en función de lo cual:

La educación no puede limitarse a enseñar al alumnado a navegar por el mundo con confianza y a asimilar información, sino que debe garantizar que la población infantil pueda construir una brújula ética y cívica que los guíe hacia el respeto de la dignidad humana, para apreciar la diversidad y hacia perspectivas empáticas mediante las cuales construir relaciones, sin importar las diferencias (párr. 1).

En este sentido, Tedesco (2014) asegura que únicamente en el fortalecimiento de la labor educativa encontraremos los mecanismos apropiados para llevar a cabo un proceso exitoso, con la finalidad de evitar que la acumulación y propiedad del conocimiento conduzcan a desequilibrios insalvables entre aquellos que generan conocimiento en sus grandes centros de investigación y quienes deberán aplicarlos en su vida cotidiana.

¿Por qué razón es preciso destacar esto? Por la sencilla razón de que estamos viviendo un momento muy determinante en la historia de la educación, donde el entorno de la enseñanza está sufriendo profundas transformaciones tecnológicas, sociales y culturales de todo tipo y la composición demográfica de las escuelas –debido al fenómeno de las migraciones y el desplazamiento de millones de personas por diversas causas en todo el planeta– está cambiando de manera vertiginosa.

Sólo en Europa, la crisis humanitaria debido a la invasión rusa a Ucrania, ha generado –hasta el momento en que el autor trabajaba sobre este artículo– la huida desde esa nación de casi cuatro millones de personas a distintos países europeos y resto del mundo, la mayoría de las cuales son niños y adolescentes. Igual cosa ha venido sucediendo en Latinoamérica en los últimos siete años con los millones de migrantes que se mueven por diversas naciones en busca de mejores oportunidades para sí y sus hijos. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) más de 28 millones de latinoamericanos y caribeños viven fuera de sus países de origen (CEPAL, 2014).

Ahora bien, el legítimo deseo de muchas naciones de alcanzar altos niveles educativos se ve afectado por diversas circunstancias –una de las cuales lo representa, justamente, el fenómeno social de la migración–, en función de lo cual, el gran desafío social consiste en impulsar por parte de todos los involucrados en el proceso de enseñanza-aprendizaje un sistema educativo en el que aquellos docentes altamente cualificados estén en condiciones de motivar y promover en los estudiantes su creatividad, ingenio e interés por el estudio, al experimentar estos alumnos en ellos mismos la creatividad y la flexibilidad en función de cómo se les trata en su calidad de futuros profesionales de la sociedad del conocimiento, por cuanto, de acuerdo con Hargreaves (2003), enseñar para la sociedad del conocimiento, es enseñar, precisamente, para la creatividad.

Es así, por ejemplo, que los estudios longitudinales que se han realizado vinculados a la prueba PISA (OCDE, 2013, 2016, 2019) que se realiza cada tres años, revelan que los resultados que obtienen los estudiantes tienen una relación directa cómo estos estudiantes se desenvolverán, posteriormente, en su vida de adultos. Uno de los aspectos más relevantes que salió a la luz a través de estos estudios que se llevan a cabo en más de setenta países a nivel mundial y que comprende un universo de más de 500.000 alumnos de alrededor de 15 años de edad, es que el éxito y el bienestar del estudiante depende directamente del nivel de desarrollo que los estudiantes hayan alcanzado en el plano social y afectivo. Y este resultado, obviamente, no se alcanza, exclusivamente, por intermedio de los conocimientos o de las materias aprendidas.

Además de evaluar los aprendizajes en matemáticas, lectura y ciencias, el estudio entrega información valiosa acerca de otros aspectos claves vinculados a los estudiantes evaluados, tales como la confianza en uno mismo, sus expectativas futuras, así como el sentimiento de cuán competente se siente el alumno.

Dado el hecho que un centro educativo representa para el estudiante un entorno social de carácter fundamental, el grado de satisfacción y de felicidad que experimenta el alumno en la sala de clases se convierte en un buen indicador de la capacidad, tanto del profesor como así también del sistema educativo, para fomentar el bienestar general de los estudiantes (Saiz, 2015).

La Formación Docente y la Educación Permanente

De acuerdo con Ayala y Cabrera (2013, p. 1) “transformar a un docente en un buen docente, no es algo que se encuentre fuera de nuestro alcance”, ya que hoy en día, existen los medios, los conocimientos, la tecnología y la experiencia acumulada de muchos profesores de excelencia que permiten alcanzar ese objetivo y lograr la metamorfosis necesaria del docente, es decir, de aquel sujeto que está preparado tanto en un área de conocimiento específico, como así también de un conocimiento pedagógico, acorde con los tiempos que corren y con las nuevas realidades que viven los estudiantes.

La educación permanente (Rodríguez et al., 2020) representa un paradigma educativo que está abierto a cualquier etapa de la vida de una persona, al mismo tiempo que reconoce que la situación o encuentro del aprendizaje puede producirse en cualquier lugar o espacio. Más aún, si tomamos en cuenta, que en una sociedad que está en constante cambio en los diversos campos de la ciencia, la tecnología y en el ámbito social, “no puede haber una buena formación profesional que no implique, en todos los niveles, una sólida formación general” (Fernández, 2000, p. 25).

De acuerdo con Fernández (2000, p. 24) el concepto “educación permanente” nació en el contexto de la educación de adultos “a partir de la constatación de que las personas adultas necesitan seguir aprendiendo, aunque hayan ido a la escuela o a la universidad”, por lo tanto, esta realidad se aplica –sin duda alguna– también a los profesores y maestros. En este contexto, el principio de la educación permanente fue considerado “el factor fundamental de los cambios del futuro” (Fernández, 2000, p. 24).

La explicación es muy simple. Este profesor del siglo XXI es un facilitador del desarrollo y crecimiento personal, del aprendizaje significativo, así como de la adquisición de competencias, conocimientos y habilidades –tanto para sí mismo, como así también para sus estudiantes– elementos que le servirán para el desempeño y ejercicio profesional en el objetivo de convertir a sus alumnos en sujetos creativos, empáticos, innovadores y con capacidad de pensamiento crítico, situados en un contexto y marco educacional que entrega confianza, respeto, apoyo y seguridad (Calvo, et al. 2004; Castro, 2010; Michel, 2011; Delgado, 2013; Zabalza, 2013; Nieva y Martínez, 2017; Martínez, 2021).

Por otra parte, la concepción educativa de Freire (2016) es una educación que apunta al pleno y auténtico desarrollo y crecimiento del otro, por cuanto, la educación se constituirá en un proceso exitoso, en la medida que dicho proceso permita el pleno desarrollo del diálogo, de la comunicación y de la libertad, así como del desarrollo con, a través y para el otro.

Dado el hecho que la sociedad actual está siendo sometida a una serie de vertiginosos cambios que plantean constantemente nuevas dificultades, desafíos y problemáticas, ella no sólo exige un mayor grado de apropiación del conocimiento y de su correspondiente aplicación práctica, sino que requiere que las personas adquieran múltiples competencias procedimentales, tales como: uso y manejo de herramientas tecnológicas y de comunicación, estrategias de resolución de conflictos, capacidad de iniciativa, proactividad, trabajo en equipo, capacidad de liderazgo, autocontrol de impulsos, desarrollo de la inteligencia emocional, entre otras competencias (Budjac, 2011; Durán, 2018; Redorta, 2018; Gordon, 2019; Kfir y Hecht, 2020; Langer, 2020; Lotito, 2021, 2022).

Por lo tanto, el rol del profesor –que adquiere y representa la figura de un líder– no se limita exclusivamente a traspasar un cúmulo de conocimientos que, de por sí, tendrán una vigencia limitada, sino que además debe: (a) preparar a los estudiantes para que “aprendan a aprender” de manera autónoma, (b) hacer de “diseminador” de las buenas prácticas y de “cabeza y guía” en su calidad de líder, (c) promover su desarrollo personal, (d) hacer de mediador entre el conocimiento y las habilidades que poseen los estudiantes, (e) tomar en cuenta las características propias del estudiante basado en la formación “centrada en el alumno”, (f) estimular el procesamiento activo y reflexivo de la información y de los conocimientos impartidos, de manera tal, que el estudiante no se limite a una mera recepción pasiva o memorística de la información entregada (Perrenoud, 2001, 2007; Mintzberg, 2009; Pérez, 2010; Parra-Moreno et al., 2010; Alvarado, 2013; Aristizábal et al., 2016; Núñez et al., 2017; Camacho, 2021; Oakley et al., 2021).

Todo profesor –al igual que un gerente de empresas–, desempeña una serie de diversos roles, los cuales, de acuerdo con Mintzberg (en Pacheco et al., 2017, p. 104) se “agrupan en interpersonales, de transferencia de información y de toma de decisiones”, donde los roles interpersonales tienen que ver con el trato con las personas y otros deberes de índole protocolar y simbólica, en tanto que los roles informativos se relacionan con recibir, almacenar y difundir información. Finalmente, los roles de decisión tienen que ver con la toma de decisiones, y el manejo y resolución de conflictos (Mintzberg, 2009). De ahí la gran importancia de la educación permanente en la formación del docente.

Características, Competencias o Cualidades que debe Poseer un Profesor del Siglo XXI

Partamos señalando, que hoy en día, el modelo básico de formación de un profesor toma en cuenta –y se focaliza– en diversos aspectos claves tales como: (a) la adquisición y dominio de conocimientos actualizados acerca de las asignaturas de su especialidad, así como de múltiples métodos didácticos de enseñanza, (b) el desarrollo de habilidades relacionales y de comunicación, (c) desarrollo integral de sus capacidades y competencias personales, (d) proactividad y aprendizaje de la búsqueda permanente de soluciones a los problemas y desafíos que presenta cada época y contexto educativo, (e) capacidad para trabajar en equipo, (f) desarrollo y adquisición de competencias digitales con ocasión de la virtualidad de la educación por causa del COVID-19, (g) enfocar al maestro como un sujeto activo –de aprendizaje, de formación, de autonomía, de liderazgo, de desarrollo–, con sus emociones y actitudes y no solo como un sujeto adscrito a una profesión subsidiaria (Imbernón, 2006; Perrenoud, 2007; Castro, 2010; Delgado, 2013; Ayala y Cabrera, 2013; Moscoso y Hernández, 2015; Ortiz y Sanz, 2016; Villarroel y Bruna, 2017; Sierralta, 2021; Garzón, 2021; Martínez, Martínez y Vásquez, 2022; Benavides, 2022).

Según Ayala y Cabrera (2013) las competencias necesarias para que una determinada persona se dedique a la docencia deben contemplar cuatro factores: (a) claro conocimiento de las asignaturas que va a impartir en consonancia con la cultura de la sociedad en la cual están insertos el maestro y sus estudiantes, (b) presencia de competencias pedagógicas, tales como habilidades didácticas, técnicas de investigación, conocimientos psicológicos y de carácter social (dinámica de grupos, resolución de conflictos, trato de la diversidad), (c) experticia instrumental y conocimiento de nuevos lenguajes, tales como tecnologías de la información y comunicación, lenguajes audiovisuales, (d) disponer de ciertas características personales: seguridad en sí mismo(a), madurez, autoestima elevada, capacidad de empatía, equilibrio emocional.

Por su parte, Gibson (2009) consigna que un “docente excelente” debe estar en posesión de las cinco “E”, las cuales, de acuerdo con este autor, corresponderían a: Educación, Experiencia, Entusiasmo, Simpleza o Facilidad (Easyness) y Excentricidad. Gibson considera a la educación y a la experiencia como factores fundamentales y que son interdependientes entre sí, por cuanto, la experiencia juega un rol importante, pero debe ir, necesariamente, acompañada de una adecuada comprensión de las teorías de aprendizaje y saberlas aplicar en la práctica.

El entusiasmo y la pasión que coloca un docente en su cometido educativo, son las que logran generar altos niveles de motivación en los estudiantes, al mismo tiempo que permite capturar el interés y la atención de los alumnos. Un profesor entusiasta representa, en sí mismo, un buen modelo a ser imitado por sus estudiantes. La razón es muy simple: un profesor que no muestra pasión por lo que hace, tiende a presentar la información de manera poco atrayente, sosa y monótona, es decir, se aburre él y termina aburriendo soberanamente a sus estudiantes.

En cambio, el docente de excelencia está en condiciones de expresar con simpleza, facilidad y claridad conceptos complejos y teorías abstractas, transformando aquellas cosas complejas en algo interesante, más simple y que el estudiante puede comprender y asimilar.

Finalmente, disponer de una cuota de excentricidad por parte del docente, puede conducir a los estudiantes a elevados niveles de aprendizaje y retención en la memoria, ya que el hecho de ser capaz de contar una anécdota de manera oportuna o de realizar una determinada actuación en la sala de clases con la finalidad de hacer comprensible un tema específico, permiten fijar con facilidad ciertos hechos y temas en la zona del hipocampo de los estudiantes, zona que está implicada en la memoria, producción y regulación de estados emocionales.

Ahora bien, aun cuando “enseñar a enseñar” contribuye a mejorar las competencias, aptitudes y habilidades de un docente, siempre hay elementos naturales que hacen que surjan los profesores de excelencia. De ahí que Gibson (2009) concluya que, así como hay algunos individuos que nacen más veloces o más fuertes que otros, también hay otras personas que nacen como buenos docentes.

De lo anterior se desprende, que algunos de los errores más recurrentes que cometen ciertas personas que se dedican a la docencia, es pensar que el acto de “enseñar”, es solamente una cuestión de aplicar ciertas técnicas pedagógicas y de adquirir ciertos conocimientos por la vía memorística, que luego deberán ser aplicadas por los estudiantes de manera esquemática y mecánica. ¡Pues, no señor, enseñar es todo lo contrario! Educar no es sólo un verbo que hay que saber conjugar, sino que representa algo vivo y dinámico, que requiere de ambas partes –profesor y alumno– de mucha entrega, esfuerzo, dedicación, perseverancia, entusiasmo, creatividad, inspiración y motivación.

En el “arte” de la docencia reside la única fórmula que permite entregar humanidad a la relación profesor-alumno, es la que da sentido y valor a la ciencia y a la técnica que se esconde detrás del proceso de enseñanza-aprendizaje y es lo que le permite al profesor(a) explorar todas las alternativas y posibilidades de impartir una verdadera educación, especialmente, cuando es capaz de generar un clima en el aula de clases que potencia el aprendizaje y la sana convivencia entre todos los participantes involucrados en el proceso educativo (Camacho, 2021).

Las Claves y la Importancia de un Vínculo Positivo Profesor-Alumno y sus Notables Efectos

No cabe duda alguna –y las investigaciones así lo demuestran– que la influencia que ejerce el profesor sobre la formación y educación de los estudiantes se ve claramente reflejada en: (a) los logros académicos que alcanzan los estudiantes. Las relaciones interpersonales de carácter positivo de aquellos estudiantes que mantienen buenos vínculos con los profesores se traducen en buenos resultados académicos en diversas materias, (b) la figura motivacional que encarna el profesor fomenta el potencial cognitivo de los estudiantes. En este sentido, el profesor representa el pilar fundamental en el proceso de aprendizaje de los estudiantes, ya que es él, quien hace de cabeza y guía en su capacidad de reflexión y en el establecimiento de un proyecto personal, (c) el profesor es el encargado de generar un buen clima en el aula de clases y de estimular en el estudiante habilidades como la atención, el razonamiento, la memoria, el proceso de percepción, así como las funciones ejecutivas del educando, (d) el proceso evolutivo, desarrollo y crecimiento del estudiante está asociado directamente a la comunicación y colaboración con el profesor. Este tipo de vínculo permite cimentar una relación de seguridad y confianza en ambas partes de la ecuación en el proceso de enseñanza-aprendizaje, aspecto clave y crucial para incentivar el interés y amor del estudiante por el conocimiento, como así también para desarrollar sus habilidades para enfrentar la vida y los obstáculos y dificultades que ésta presenta. Por el contrario, cuando no existe confianza ni motivación, el ambiente generado en el aula de clases se sustentará en torno a una interacción de carácter insustancial, en función de lo cual, el tipo de educación que se imparta, no alcanzará los niveles óptimos, (e) los profesores destacados, aquellos que hacen la diferencia, juegan un rol importante en su calidad de orientadores en la vida de los estudiantes en relación con su futuro profesional (Hattie, 2004; Pérez, 2010; Gorodkin, 2012; Alvarado, 2013; Saiz, 2015; Nieva y Martínez, 2017; Villarroel y Bruna, 2017; Martínez, 2021; Camacho, 2021).

En este sentido, aquel profesor que marca la diferencia no sólo se hace cargo del rol de formador de las “mentes del futuro” –en línea con lo que señala Gardner (2008) en su libro “Las cinco mentes del futuro”– sino que se involucra en el bienestar del estudiante y de su éxito académico y profesional más allá de los límites de la sala de clases.

Gardner (2008) destaca que una de estas mentes –la mente ética– debe estar muy consciente del importante rol que juega en la sociedad y tener presente en todo momento que debe estar en condiciones de trascender su propia individualidad y enfocarse como un factor integral de la comunidad educativa de la que forma parte, ya que no se trata de una forma de funcionamiento exclusivamente de tipo cognitivo, sino que también de tipo axiológico y emocional, donde los valores humanos adquieren un significado crucial y relevante.

A  la luz del planteamiento que se ha hecho acerca de la necesidad de una convergencia entre la calidad profesional de un docente  y la conducta ética, es posible sustentar que la figura de un maestro ético debe ser capaz de poder conjugar la eficacia profesional y los valores personales, en función de lo cual, requiere de formación, tanto en aspectos técnico-profesionales inherentes a su rol de profesor, como así también en las bases axiológicas que sustentan el ejercicio de su rol como educador en una sala de clases.

En este sentido, el profesor es el sujeto ético y con valores llamado a ejercer una supervisión estrecha sobre sus estudiantes, él es el responsable de establecer ciertas metas, de dar apoyo constante, de apreciar y valorar al estudiante, de formarlo e instruirlo éticamente a lo largo de toda la etapa educativa (Marco, 2000; Moreno, 2004; Gardner, 2008).

En función de lo anterior, no está de más destacar, que la óptima relación profesor-alumno se convierte en el principal soporte sobre el que se sustenta el conocimiento académico y el desarrollo integral del estudiante.

Por otra parte, la figura del docente, al adoptar una actitud de empatía, respeto, apoyo y flexibilidad con sus estudiantes, ello tendrá un impacto directo en su aprendizaje, permitiéndoles por esta vía, la consolidación de su esfuerzo y logros académicos, la seguridad en sí mismo y confianza.

Tal como lo indican diversos estudios, la buena relación de los profesores con sus alumnos repercute directamente en un mayor rendimiento académico, ampliando la autonomía y la capacidad crítica del estudiante, quien se mostrará más atraído por alcanzar el éxito de una manera positiva, tal como se demuestra en los informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE (2013, 2016, 2019), ya que aquellos estudiantes que afirman disfrutar de buenas relaciones con sus maestros aseguran estar contentos en la escuela, sentirse integrados y estar felices y satisfechos con su centro educativo.

Y otro dato que reafirma lo anterior: cuando la relación maestro-alumno es positiva, los estudiantes llegan puntuales a clases, se comportan de manera adecuada al interior del aula, no faltan a clases ni hacen la cimarra. ¿La razón de este comportamiento comprometido del estudiante con su escuela y sus profesores? Porque los profesores que les hacen clases están convencidos –y así lo demuestran– que el desarrollo social y afectivo de los estudiantes es tan relevante como lo es la adquisición de conocimientos, habilidades y destrezas específicas de las distintas asignaturas impartidas.

Señalemos, asimismo, que un rendimiento académico de excelencia logrado a expensas del bienestar de los estudiantes no puede ser considerado como un logro plenamente satisfactorio, ya que se corre el gran riesgo, de que al final de cuentas, el rendimiento académico, así como también el sentido de pertenencia de los estudiantes al centro educativo en cuestión, se vean seriamente perjudicados.

REFLEXIONES FINALES Y CONCLUSIONES

Si hay algo que debe quedar claro para todos aquellos que nos dedicamos a la enseñanza, ya sea que lo hagamos en liceos y colegios, o bien, en universidades e instituciones de educación superior, es el hecho que el desempeño docente en el contexto de un aula de clases, donde confluyen elementos pedagógicos, tecnológicos, axiológicos, psicológicos y humanos, representa una de las variables más relevantes –incluso determinante– en el proceso de enseñanza, formación y aprendizaje de los estudiantes.

La educación –al igual que ocurre con otras disciplinas– debe estar en continuo cambio con la finalidad de generar nuevos conocimientos. Es por ello, que la investigación constante y permanente se hace imprescindible como una forma de favorecer el desarrollo de una educación integral que esté dirigida hacia todas las personas, sin discriminación de edad, sexo, raza, origen étnico o condición social.

Los análisis y estudios que se han realizado durante los dos años de pandemia por COVID-19 comprendidos entre los años 2020 y 2021 demostraron, de manera fehaciente –y más allá de toda duda u objeción– la importancia que tiene la educación de tipo presencial, modalidad que, simplemente, no tiene competencia alguna, si la comparamos con la frialdad, lejanía y las diversas dificultades que presenta la educación a distancia a través de la tecnología de las comunicaciones, especialmente, cuando se considera a los millones de niños y niñas que –como consecuencia de sus carencias tecnológicas, económicas y culturales– nunca pudieron conectarse a las plataformas de aprendizaje virtuales, perdiendo de esta manera dos años completos de estudios, generando una gran deserción escolar y una verdadera hecatombe educativa (Condori et al., 2021; Centro de Estudios Mineduc, 2021; Benavides, 2022).

Si bien, no se puede cuestionar la importancia de la tecnología como apoyo al proceso educativo, no es –ni será nunca– un paliativo de la educación humana cuando ésta es realizada cara a cara. Tampoco será capaz de reemplazarla. La razón es muy simple: “educar” por intermedio de una pantalla no es, precisamente, la mejor forma de aprender y formar personas. La verdadera educación es aquella que se produce en una sala de clases, donde estudiantes y profesores pueden interactuar en un ambiente de calidez, confianza y respeto mutuo, con un solo gran objetivo: formación de hábitos, entrega de valores, desarrollo de las aptitudes y potencialidades inherentes a cada estudiante, buscando formar ciudadanos honestos, solidarios, creativos, responsables y, ojalá, felices.

En función de lo anterior, el poder contar con maestros y profesores que van más allá del mero “impartir conocimientos” y que buscan hacer la diferencia en una sala de clases, aumenta las posibilidades de logro y éxito estudiantil no sólo a nivel académico, sino que por sobre todas las cosas, de su éxito futuro en la vida como personas, al poner gran énfasis en los aspectos emocionales y afectivos de los jóvenes (Goleman, 2011; Mischel, 2015; Bisquerra et al., 2015; Martínez, 2021).

Hoy sabemos que no basta con ser “eficientes” en lo que uno hace, sino que a este concepto se le deben sumar varios otros conceptos más, tales como efectividad, compromiso, valores, ética, entusiasmo, pasión, cuidado y respeto por aquellos jóvenes que están bajo nuestro alero y responsabilidad. Es así, por ejemplo, que un profesor que no muestra pasión por lo que enseña, le resultará muy difícil “contagiar” en sus estudiantes la ilusión y el deseo de aprender. Aspirar, por lo tanto, a educar sin pasión, es transformar una labor extraordinaria y apasionante en un mero trámite tedioso, en un evento que tiene muy poco que ver con lo que todos nosotros deberíamos entender bajo el concepto “educar”.

Todos estamos conscientes de las grandes carencias y debilidades que presenta, por ejemplo, la educación pública, por lo tanto, si logramos identificar, preparar y disponer de maestros y profesores que marquen la diferencia, ello podría significar un gran salto cualitativo en el sistema educativo de una nación, tal como lo han demostrado países como Finlandia, China, Dinamarca, Singapur y otros, por cuanto, no basta con tener a disposición una gran infraestructura logística o alta tecnología, si no se dispone del capital humano necesario bajo la forma de profesores y maestros comprometidos con su quehacer pedagógico y que lleven a cabo su labor educativa con dedicación y compromiso, de otra forma, es muy poco lo que podremos cambiar de nuestra sociedad.

Por otra parte, el profesor, maestro o docente debe estar en condiciones de comprender tanto la realidad institucional que lo rodea, como así también tener la suficiente capacidad para perseverar y adaptarse a la realidad sociocultural de la cual provienen sus estudiantes, de otra forma, será imposible que sus esfuerzos puedan dar buenos frutos. En este sentido, Ayala y Cabrera (2013, p. 3) sostienen que “la docencia no se aprende, se comprende. Se puede aprender su teoría y su técnica, pero enseñar es algo superior”.

Es posible reconocer, entonces, que el proceso educativo es, al mismo tiempo, una ciencia y una técnica, pero también –tal como lo destacaba Albert Einstein– es un “arte supremo” que lleva a cabo un profesor, debido a la carga emocional y afectiva contenida en el proceso de enseñanza-aprendizaje.

De lo anterior se desprende, que el arte de enseñar junto con el saber (la ciencia) y el saber hacer (la técnica) precisan de una serie de elementos imprescindibles al interior de una sala de clases: cualidades creativas, disposición de ánimo, sensibilidad, capacidad para comunicarse, entablar relaciones interpersonales positivas, captar el interés y la atención de la audiencia, lograr la suficiente disciplina para perseverar y aprender, cualidades todas que se encuentran en manos del educador.

Ahora bien, hoy en día, gracias a los numerosos estudios en psicología del aprendizaje (Inhelder, 2002; Mayer, 2010; De Vicente, 2010; Marrón y Periáñez, 2012; Pozo y Pérez, 2013; Pozo, 2014) se cuenta con un gran arsenal de información y conocimientos acerca de cómo aprenden los estudiantes, de cómo utilizar de manera efectiva las metodologías disponibles para enseñar y, se cuenta, asimismo, con mejores herramientas con la finalidad de medir los resultados y los avances de los estudiantes, tal como lo demuestran los numerosos estudios longitudinales realizados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE (2013, 2016, 2019), estudios que permiten comparar los resultados obtenidos por los estudiantes de más de setenta países del mundo.

No por nada, Nelson Mandela, quien fuera el primer presidente negro de Sudáfrica, una nación que practicó durante varias décadas el Apartheid –o la separación de razas–, repetía incansablemente que “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo” (Mandela, s.f., como se cita en Ancajima, 2013, párr. 1).

Por lo tanto, creer, o siquiera pensar, que cualquier persona puede ser un maestro(a) y que su actividad requiere de tan poca experticia, de forma tal, que cualquier sujeto puede llevarla a cabo, resulta ser un anacronismo sin sentido. ¿Por qué razón señalo esto? Porque me consta –por mi experiencia como docente– que aún hoy existen algunas (pseudo)instituciones de educación superior, las cuales, buscando generar “ahorros” y una “rebaja de sus costos” en el presupuesto anual, contratan a sus propios recién egresados como “profesores”, sin que éstos cuenten con la mínima experiencia laboral, o con la formación y preparación suficiente como para llevar a cabo tan delicada labor profesional, con los resultados que son de esperar: omisiones, errores y falencias que pueden conducir a un círculo vicioso difícil de romper.

En este sentido, se hace necesario superar este tipo de problemáticas, así como la súper especialización, o bien, su opuesto, es decir, la fragmentación del saber, con un solo gran objetivo: llevar a cabo la labor de formadores y educadores en óptimas condiciones, y no correr el riesgo de convertirnos en meros instructores, en línea con lo que señalaba Álvarez Comesaña al consignar que se “denomina instructor a la persona que tiene la profesión de instruir a personas en la ejecución de una metodología o función”, un concepto que tiene su origen etimológico del idioma latín “instruire”, palabra que hace referencia a la transmisión de una doctrina de manera sistemática. Agregando más adelante, que un “instructor no es necesariamente un especialista en educación, pero sí domina la ejecución de una metodología o función específica” (Álvarez Comesaña, s.f., como se cita en WMCFM, s.f.).

Por otra parte, cuando se plantea la pregunta ¿qué tipo de aprendizaje se necesita en un mundo globalizado?, una respuesta muy ilustrativa la entrega Paraíso (2022, párr. 6) cuando sostiene que de acuerdo con el informe de la OCDE (2019): “Pensar con perspectiva global: Cómo educar a la persona de forma integral para un mundo interconectado”, enseñar competencia global  representa un desafío que invita a “cambiar las pedagogías centradas en la transmisión de conocimientos y la memorización a alternativas más dinámicas”, en función de lo cual, Paraíso (2022, párr. 7) destaca que las características básicas de este tipo de aprendizaje, es que sea “integral, relevante, profundo, social, transformador y con los pies en la tierra”.

Tal como hemos podido observar, los desafíos que tienen por delante aquellos profesores que hacen la diferencia, son grandes, aún cuando no insoslayables, por cuanto, como todo buen estudiante, la tarea de un profesor destacado es continuar preparándose, formándose y ajustándose a la realidad que le toca enfrentar, de manera tal, de poder crecer junto y a la par con sus alumnos.

Quiero cerrar estas reflexiones en torno a aquellos profesores destacados y que hacen la diferencia, citando las palabras del profesor Charles S. Brewer (2002, p. 507) –considerado en su país como un referente y patriarca de la enseñanza de la ciencia de la psicología–, quien consignó en uno de sus artículos lo siguiente: “Espero que el mundo sea un lugar mejor porque los maestros marcamos la diferencia para nuestros estudiantes; después de todo, de eso se trata la enseñanza”.

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